El campamento de los “apátridas”

Por Alberto Pradilla*

Cientos de migrantes africanos, en su mayoría de Camerún, Angola y República Democrática del Congo, permanecieron durante cinco meses atrapados en Tapachula, Chiapas. Sus países no los reconocen, por lo que México los consideró “apátridas”. Ciudad Acuña, en la frontera con Estados Unidos, se convirtió en el principal destino desde el que dar el salto al norte.

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Protesta de migrantes de Camerún, Angola y República Democrática del Congo, en las instalaciones de la Estación Migratoria Siglo XXI del INM en Tapachula, Chiapas. Fotografía: Alberto Pradilla / Animal Político

Angelina, congoleña de 38 años, vio la muerte al cruzar el Río Bravo.

“No creí que fuese a seguir viviendo. Tragué agua, me entró en la boca, en la nariz, tuvieron que salvarme los policías”, dice desde Montreal, Canadá, donde actualmente tramita su petición de asilo junto a sus dos hijos, de 14 y 16 años. Ninguno de ellos quiere que su nombre aparezca en el reportaje.

Angelina es una sobreviviente.

Escapó de la muerte en la República Democrática del Congo, cuando hombres armados asesinaron a su marido y a su hija. Escapó de la muerte en la selva del Darién, entre Colombia y Panamá, cuando su otro hijo, un pequeño de 7 años, se ahogó tras resbalar en el barro. Escapó de la muerte en Ciudad Acuña, Coahuila, México, cuando cayó al agua del Río Bravo al intentar alcanzar los Estados Unidos junto a un grupo de 20 migrantes procedentes de Congo, Angola y Camerún.

Todo esto ocurrió entre enero y noviembre de 2019.

“Vi la muerte”, repite la mujer, de ojos saltones, expresión triste y apariencia frágil. Ahora permanece encerrada en su vivienda de Montreal, obligada por la pandemia de Covid-19. Pero está a salvo. Por primera vez en más de un año, tiene cuatro paredes a las que puede llamar “casa”. Para llegar hasta aquí ha perdido a su marido y a dos de sus hijos. Es como si le hubiesen arrancado medio cuerpo. Pero lo ha conseguido.

De Angola a Ecuador. De Ecuador a Colombia. De Colombia a Panamá. De Panamá a Costa Rica. De Costa Rica a Nicaragua. De Nicaragua a Honduras. De Honduras a Guatemala. De Guatemala a México.

Más de 20 mil kilómetros y nueve países.

Angelina saltó su último obstáculo el miércoles 13 de noviembre de 2019 en Ciudad Acuña, Coahuila, un municipio polvoriento en la frontera entre México y Estados Unidos. Después de cinco meses atrapados en Tapachula, Chiapas, en el sur de México, la familia obtuvo una tarjeta de residente permanente y cruzó el país rápidamente hacia el otro extremo, más de 2 mil kilómetros en un destartalado autobús. Durmieron un par de noches en un cuartucho que le pagaba una compañera de éxodo. Cuando esta decidió saltar, Angelina le siguió. Fue el mejor empujón. No tenía nada que perder ni nada con qué mantenerse, y quedarse en México nunca fue una opción.

La congoleña, junto a sus dos hijos, se lanzó al Río Bravo de madrugada, a través del parque, protegida por la oscuridad y los árboles que forman una barrera natural en la orilla. En aquel momento no había presencia de la Guardia Nacional, así que nadie se interpuso en su camino. Hay apenas un centenar de metros entre México y Estados Unidos. El muro es el agua. Si la corriente no viene fuerte, hay lugares por los que se puede atravesar relativamente fácil. Eso creyó Angelina. Se encontraba a la mitad de trayecto, cubierta hasta las rodillas, cuando perdió el control. La corriente se llevó su mochila y su celular y casi termina por llevársela a ella también.

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Angelina, congoleña de 38 años durante una protesta en las instalaciones de la Estación Migratoria Siglo XXI del INM en Tapachula, Chiapas. Fotografía: Alberto Pradilla / Animal Político

Este es el relato de un año terrible en el que pasó de una vida acomodada en la República Democrática del Congo a una de viuda que pide refugio a más de 10 mil kilómetros de su casa si se establece la distancia en línea recta. Como ella, cientos de migrantes procedentes de la RDC, Camerún, Angola o Etiopía atraviesan México como paso previo antes de alcanzar Estados Unidos.

En 2019, el país se les volvió su cárcel. Un cambio en la forma de hacer cumplir la ley migratoria los retuvo durante meses en Tapachula, Chiapas, un municipio pobre del estado más pobre del país y centro neurálgico de la contención migratoria. Pero ahora todo eso quedó atrás. Angelina es libre.

El niño al que se tragó la selva

La vida de Angelina se vino abajo el 19 de enero de 2019.

Aquel día, hombres armados irrumpieron en su domicilio. Buscaban a su marido, médico pediatra que había ejercido de coordinador de la campaña presidencial de Félix Tshisekedi, declarado vencedor de los comicios que tuvieron lugar el 30 de diciembre de 2018.

La República Democrática del Congo celebró elecciones el 10 de enero. Cinco días después se anunció la victoria de Tshisekedi. Su rival, Martin Fayulu, denunció fraude. Así que comenzaron los disturbios y las matanzas en un país que lleva décadas sin conocer la paz. Primero, la colonia. Después, largos años de dictadura. Por último, las guerras, cuyas consecuencias se extienden hasta hoy en día.

En un contexto de conflicto, colaborar en una campaña electoral puede ser motivo para ganarse una sentencia de muerte.

“Eran las 14.30 cuando hombres armados dispararon contra la casa. Abrieron la puerta. Yo estaba en el cuarto con los niños. Entraron, empujaron a mi marido y lo llevaron al salón. Teníamos una hija de 18 años. Le quitaron la ropa y comenzaron a violarla en presencia de su padre. Cuando mi marido se levantó para intervenir, le dispararon. Cayó muerto. Yo me desmayé y me desperté en el hospital”, cuenta Angelina.

Aquella primera conversación tuvo lugar el 25 de agosto en Tapachula, Chiapas, en el exterior de la estación migratoria Siglo XXI, el mayor centro de detención de extranjeros de América Latina, muy cerca de la frontera sur con Guatemala.

Me costó tres días que aceptara contarme su trayecto.

El primero me vio escuchar las historias de otros.

El segundo me escuchó preguntar sobre las historias de otros.

Al tercero me dijo: “tengo algo que contarte”.

En ese momento, a nuestro alrededor comenzaba a levantarse un campamento de refugiados que se mantendría hasta finales de noviembre. Poco a poco, la explanada frente a la estación migratoria Siglo XXI fue ocupada por tiendas de campaña que costaban 299 pesos (unos 12 dólares) en un almacén de deportes cercano. En su paso por el Darién, entre Panamá y Colombia, los integrantes del campamento también durmieron en carpas como estas. Ahora no eran las culebras venenosas, las adversidades climáticas ni los bandidos los que amenazaban al grupo. Ahora su peor enemigo era el puro tedio y la incertidumbre. Habían llegado a Tapachula y no podían moverse de ahí.

“No tuve elección”, me explicó Angelina sobre su huida de Congo.

Sentada junto a su tienda de campaña, dispone de tiempo para relatar su historia. Ahí dentro duerme con sus dos hijos. Estamos en época de lluvia, así que dentro de un rato va a empezar a diluviar.

Cuenta la mujer que después de dos semanas en el hospital, traumatizada por el asesinato de su marido y su hija, huyó hacia la capital, Kinshasa. El amigo de su esposo, el tipo que le había convencido para que se involucrara en la campaña electoral, los guardó en su casa. Quizás se sentía responsable. Al fin y al cabo, si no le hubiese pedido que coordinase la campaña, quizás estaría vivo. Allí en Kinshasa se quedaron durante los meses de febrero, marzo, abril y mayo. Hasta que el hombre les hizo una oferta.

“Nos propuso que viajásemos con los pasaportes de su esposa y sus hijos a Quito, Ecuador. Ahí no piden visa para las personas procedentes de Congo”, dijo.

(Ecuador fue libre de visa para los ciudadanos de la República Democrática del Congo hasta el 12 de agosto de 2019. A partir de entonces, el gobierno de Lenín Moreno impuso restricciones a los viajeros procedentes de este y otros once países).

El 5 de junio, Angelina hizo las maletas y partió rumbo a Quito junto a sus tres hijos. El más pequeño, de siete años, se encontraba todavía en provincia, con su abuela. Lo habían dejado a su cuidado cuando asesinaron a su padre y a su hermana. Ahora la familia volvía a reunirse para viajar más lejos de lo que nunca se habían imaginado.

Viajaron con Ethiopian Airlines en un vuelo de Kinshasa a Brasil y de ahí conectaron a Quito, Ecuador.

La idea original era pedir asilo en el país andino. Pero, una vez allí, decidieron continuar la ruta. Aunque las condiciones de vida eran mejores que en la RDC, tampoco podían esperarse grandes lujos. Ecuador ha sido históricamente un país expulsor de migrantes. Y Estados Unidos estaba ahí, todo recto, hacia el norte. ¿Por qué no seguir? ¿Qué iba a ofrecerles Ecuador? Además, ya que estaban en marcha, mejor continuar. “Nos juntamos con otros africanos. Estuvimos tres días en Quito, pero nos dijeron que había que seguir el camino”, dice Angelina.

Llegar a Colombia y atravesarla fue tranquilo. Taxis, autobuses, era como una enorme excursión en tierra desconocida.

Pero llegaron al Darién, en el extremo norte de Colombia, junto a Panamá.

El Darién.

El jodido Darién.

La selva que traga seres humanos y los digiere durante años.

La travesía que Angelina jamás hubiese realizado si supiese lo que sabe ahora. Pero no lo sabía. Nadie lo sabe. Hay algo extraño en esa selva. Todo aquel que la ha atravesado suplica a quien viene detrás que no lo haga, que no se exponga. Y todo aquel que está a las puertas ignora ese aviso. Es como si el ser humano necesitase recibir en persona el zarpazo del Darién para creer las historias de terror con la que otros le advirtieron que no cruzase.

“Si lo llego a saber, nunca habría hecho ese camino”, dice Angelina.

Pero no sabía.

“Lo llamamos el camino de la vida y de la muerte”, explica. Su rostro ha cambiado. Relantando sus penurias en aquella selva entre Colombia y Panamá vuelve a sentirse nuevamente allí. Hace mucho calor en Tapachula, un calor húmedo, de los que te hace que te falte el aire y te caigan gotas de sudor como recién salido de la ducha. Angelina habla sin mirarme, poniendo toda su concentración en cada detalle del relato.

En el bosque hay todo tipo de amenazas y los relatos de cada una de las personas que lo atravesaron son estremecedores.

“Hay grupos que solo se les ve los ojos y la boca. A las mujeres les quitan toda la ropa, te miran todo y te roban. Después pueden violarte. Conocí a una madre a la que violaron a su hija de 15 años”, dice.

Son extranjeros en terreno desconocido. Gente muy vulnerable. Y eso lo aprovechan las redes que operan en la zona. Según cuenta, los grupos pasan de una mano a otra, de un traficante a otro, de un guía al siguiente, y cada uno se lleva su comisión. “Uno te pide 20 dólares por llevar tu mochila. Otro 80 por ayudarte a cruzar con el niño. El guía avanza durante 30 minutos, se para y te dice que no sigue más. Le has pagado 30 dólares y tienes que buscar otro”, relata.

“Vi muchos cadáveres en la selva. Cuando avanzamos, encontré un camerunés muerto, con malaria. Después, otro hindú, también muerto. Vimos muchos cadáveres”, dice la mujer.

Angelina comienza a ponerse nerviosa. Habla más deprisa, más trastabillada, con angustia.

“Había muchos cadáveres en el bosque. Si entras, sales gracias al señor. Si caes, te dejan ahí. Puedes entrar ahí cien personas, pero no sabes cuántos van a salir. Puedes entrar cien y salir 80. Los otros se quedan ahí. Como yo, que entré con tres y salí con dos niños”:

Entró con tres.

Salió con dos.

Entró con tres.

Entró con tres.

Angelina, la mujer que escapaba porque asesinaron a su marido y a su hija, perdió a otro hijo dentro del Darién. Un niño de siete años, el pequeño que vivió con su abuela mientras el resto de la familia se escondía en Kinshasa, entró en la selva desde Colombia, pero jamás llegó a pisar Panamá.

“Llevábamos tres días de caminata y estábamos en la montaña. Tuve el peligro de caer, así que dejé la mochila. Ahí tenía medicamentos, galletas… Me quedé solo con los niños. Fuimos a un lugar sobre la montaña. El niño caminaba delante de mí, los otros detrás. El niño se resbaló. No había nadie para salvarlo”, relata.

“Nos quedamos dos días ahí, pero nunca volvió a salir”.

Angelina llora y no se escucha nada más que sus sollozos en el campamento de refugiados que se ha levantado en el exterior de Siglo XXI. Por unos momentos, vuelve a ser esa mujer asustada y sola en mitad de la selva, que espera durante dos días que el agua escupa a su hijo vivo.

Los que han perdido a alguien durante el trayecto son los mártires de este éxodo. Tienen un halo de dolor y respeto. En el interior del campamento todo el mundo lo sabe. Los de aquella tienda enterraron a su madre. Los de aquella otra perdieron a todos los niños. El hombre ese de ahí tuvo que despedirse de su esposa. Angelina, la congoleña, vio cómo su hijo de siete años resbalaba en el barro, subiendo una montaña, y caía al agua. Vio cómo chapoteaba hasta que desapareció.

“No podía quedarme ahí. No con los otros dos hijos. Así que seguimos nuestro camino. Y llegamos hasta aquí”, dice la mujer, atrapada en Tapachula.

Es 25 de agosto y esta familia todavía tiene mucho camino por delante.

Tapachula, Chiapas

La migración africana lleva atravesando México desde hace muchos años, aunque pareciera invisible ante la dimensión del éxodo centroamericano. En la última década, sin embargo, la presencia de cameruneses, angoleños o etíopes se ha multiplicado.

Según datos de la Organización Internacional de las Migraciones (OIM), el incremento fue del 550% entre 2014 y 2019.

En 2011, un total de 287 personas de ciudadanías africanas fueron presentadas ante las autoridades migratorias por encontrarse en situación irregular, según datos de la Unidad de Política Migratoria, una institución que depende de la secretaría de Gobernación.

En 2019, la cifra se había disparado hasta los 7 mil 552.

El cierre de fronteras en Europa, el incremento de la xenofobia o la implementación de políticas inhumanas como impedir que los activistas salgan al Mediterráneo a salvar a familias desesperadas que se quedan a la deriva hizo que algunos angoleños, congoleses o cameruneses decidieran probar suerte al otro lado del mundo.

En cualquier caso, estas poblaciones son minoritarias si las comparamos con la migración procedente de otras regiones, como Centroamérica o, más recientemente, el Caribe.

México siempre será el país de La Bestia, el tren que lo atraviesa de sur a norte y que se ha llevado la vida y las extremidades de cientos de centroamericanos; una gran fosa común que se tragó a hondureños, salvadoreños y guatemaltecos; la masacre de San Fernando, Tamaulipas; los polleros procedentes de Quetzaltenango, en Guatemala, o San Pedro Sula, Honduras.

En 2011, con Felipe Calderón agotando su mandato en México, el INM arrestó a 66 mil 583 extranjeros en situación irregular. Nueve años después, en el primer ejercicio con Andrés Manuel López Obrador al frente del ejecutivo, 186 mil 750 personas fueron encerradas en estaciones migratorias. En ambos casos, la gran mayoría eran personas procedentes de Honduras, Guatemala y El Salvador.

Alejados de la ruta centroamericana, la migración transcontinental es un flujo poco conocido. Como explica la tesis doctoral de Jaime Horacio, un investigador de Chiapas con amplia experiencia en el estudio de los flujos migratorios procedentes de África (y también de Asia) las personas procedentes de otros continentes tienen una especie de ventaja en su relación con las autoridades migratorias: o bien no tienen representación diplomática en México o bien sus gobiernos no los reconocen, por lo que no pueden ser deportados. Además, el costo de devolverlos es demasiado alto. Fuentes del INM que hablaron bajo condición de anonimato calculan que por cada africano o asiático deportado el gobierno de México gastaría unos 250 mil pesos (10 mil dólares). Así que mejor no gastar.

En 2019, solo 10 ciudadanos procedentes de África fueron devueltos. Eran de Costa de Marfil, Egipto, Lesoto, Marruecos, Nigeria y Togo.

Nada que ver con los 59 mil 427 centroamericanos deportados en 2011 o los 120 mil 549 de 2019, en su mayoría nacidos en Guatemala, Honduras y El Salvador.

Por suerte para Angelina, ella era de esa población que México considera casi siempre demasiado caro deportar.

Su objetivo es claro: “Solo busco un lugar en el que recuperar la paz”.

La orden que los atrapó

Jean Pierre Ilunga salió de la estación migratoria a la 1 de la madrugada del 11 de agosto de 2019.

En mitad de la noche, con su mujer y su hijo de cuatro años, Ilunga se dio cuenta de que no sabía dónde estaba ni a dónde podía acudir.

A sus espaldas dejaba un viaje largo y penoso que comenzó cuando mataron a sus padres, Ndumbi Donatien y Marie Jeanne, en la provincia de Kasaï, en el centro de la República del Congo. El padre había sido activista de Kamuina Nsapu, una organización armada que se levantó contra el gobierno en 2016. Dos años después, según dice su hijo, consideraba que era necesario dejar de matar y terminó asesinado por los integrantes del grupo al que había apoyado.

“Cuando les amenazaron, les dijeron que matarían a toda su familia. Así que solo sé que se los llevaron y los asesinaron, pero no busqué imágenes ni saber dónde estaban los cuerpos”, dice.

Como testimonio de su éxodo, el joven tiene varias fotografías.

En la primera aparece él junto a su esposa en una fiesta. A los dos se les ve sanos, incluso rollizos y elegantemente vestidos. Es de algún momento de 2018. Poco que ver con las sombras famélicas en las que se han convertido.

El resto también son de 2018 pero en ellas aparecen cadáveres. Son los restos ensangrentados de sus hermanos y la prueba de lo que le hubiese ocurrido a él si un amigo comerciante no le hubiese ayudado a falsificar unos documentos para poder viajar. “Son mis hermanos, mi familia directa, mi sangre”, explica Jean Pierre.

Estamos a finales de agosto en Tapachula, Chiapas. Frente a la estación migratoria Siglo XXI está el campamento de refugiados. Jean Pierre Ilunga es uno de ellos. Todos ellos son negros. Hay cameruneses, angoleños, congoleses. No es la imagen habitual. Aquí lo que se procesa son centroamericanos. Por eso está en el sur de México, porque es más fácil y barato atraparlos nada más pongan un pie en el país, los expulsan rápidamente a Guatemala, Honduras o El Salvador.

Los africanos, así se les llama, como si fuesen un solo país, son una anomalía. Nadie sabe qué hacer con ellos y ellos no saben qué hacen aquí.

Jean Pierre está sentado bajo la sombra de uno de los decadentes árboles que intentan humanizar el exterior de Siglo XXI. La gente aquí desconfía de todo el mundo. Después de hacer un trayecto de miles de kilómetros y jugarse la vida a lo largo de una decena de países, están atrapados en Tapachula, un municipio de cerca de 350 mil habitantes que ni siquiera conocían antes de que se convirtiese en su cárcel al aire libre.

Tapachula está marcado por la migración. La ciudad está rodeada por retenes, así que ejerce como primer filtro para los que están de camino. Dentro de su límite municipal se encuentra Siglo XXI, el lugar en el que más extranjeros se encierran y se expulsan; la capital mexicana de la deportación.

Aquí, en su plaza central, en medio de un tremendo aguacero, pasó su primera noche la caravana migrante que simbolizó el éxodo centroamericano en octubre de 2018. Unas calles más al oeste se encuentra la oficina de la Comisión Mexicana de Ayuda al Refugiado (Comar), un local siempre desbordado en el que los que caminan con un punto de mira en su espalda tratan de buscar la protección del Estado. En la otra dirección, en las callejuelas ruidosas y estrechas del centro, aparecen los locales que te trasladan a miles de kilómetros.

Está el restaurante de “Mamá África”, una guatemalteca, quien al igual que las otras ‘Mamá Africa’ descritas en esta investigación colaborativa Migrantes de Otro Mundo, es referente de todos por sus platos tradicionales del continente africano y su pared llena de mensajes para los viajeros que dejan sus recomendaciones a los que vienen. Está el hotel Palafox, una fonda barata a la que llegan todos los días migrantes procedentes de India y Bangladesh. Hay una extraña relación entre las comunidades y cada una tiene su propia ruta. Compartieron tránsito en el Darién, pero una vez llegados aquí, cada uno se junta con los suyos.

Jean Pierre no tenía dinero para un hotel y por eso fue de los primeros en montar su carpa. Tras ser despachados de Siglo XXI trataron de alquilar una habitación, pero los pocos fondos que les quedaban se le escapaban de las manos. Había gastado más de 5 mil dólares y todavía le quedaban más de 2 mil kilómetros a la frontera. Así que recurrió al campamento.

El centro de detención está en un páramo y a su alrededor solo hay un par de abarrotes instalados en rústicas cabañas de madera donde venden todo lo que no sea sano y se cocina pollo, arroz y plátano frito para cuando alguno de los forasteros logra recibir una remesa y convidar a sus compañeros de viaje. En pocos días, en el exterior del centro de detención habrá una precaria Babel en miniatura. No hay servicios, por lo que la gente se ve obligada a hacer sus necesidades en los sembradíos cercanos o pedir prestados los urinarios de las escasas viviendas de los alrededores. No hay agua corriente, por lo que los migrantes deben lavarse en la orilla de un riachuelo ubicado a cerca de un kilómetro. No hay servicio de limpieza, por lo que los desperdicios se desparraman por los alrededores.

No hay nada, absolutamente nada, más allá de algún policía, funcionarios de migración y los autobuses que van y vienen con futuros-nuevos-deportados.

No es el caso de Jean Pierre y su familia. Al contrario que los centroamericanos, que huyen como alma que lleva el diablo cuando ven la camisa blanca de los agentes del INM, ellos se entregaron voluntariamente. Esta era la única manera de obtener un documento con el que poder seguir su camino. Lo habían hecho otros antes que ellos. No debía existir ningún problema. Pero México cambió las reglas y les pilló a contrapié.

Hasta julio de 2019 el tránsito a través de México se movía en un vacío de poder. Los migrantes llegaban al sur a través del río Suchiate procedentes de Guatemala, un lugar acostumbrado al tránsito sin aduana. Del lado guatemalteco, Tecún Umán. Del lado mexicano, Ciudad Hidalgo. De sur a norte, migrantes indocumentados. De norte a sur, productos que no pagan impuestos.

Entre Ciudad Hidalgo y Tapachula, ya en Chiapas, hay 42 kilómetros y uno o dos retenes, dependiendo de cuánto las autoridades quieran presionar. Habitualmente, los migrantes con riesgo de ser deportados y que no viajan con la protección de un grupo criminal, toman las combis (pequeños autobuses de línea) y se bajan 500 metros antes del retén. Lo rodean a través de los sembradíos cercanos y regresan a la carretera, para subirse a otro autobús y repetir la operación en el próximo control. Ahí, en esos recorridos a pie, son vulnerables. Ahí los asaltan, los violan, los secuestran, les quitan todo su dinero.

Cuando Jean Pierre Ilunga cruzó el río, solo tuvo que buscar a unos policías para que le condujesen a la estación migratoria. Hay otros testimonios que hablan de una red de funcionarios corruptos que cobraban 100 dólares por cada migrante entregado. Si no pagabas, no te encerraban. Y si no te encerraban, no podías acceder al documento que te permitía transitar por el país.

Pasar por el interior de Siglo XXI era un trámite. Una vez liberado, el migrante recibía un documento conocido como “oficio de salida”. Este papel ofrecía dos opciones: acudir a las oficinas del INM para regularizarse o un plazo de 20 días para abandonar el país. Este tiempo era suficiente para cruzar México y dirigirse a la frontera con Estados Unidos utilizando el documento con permiso de tránsito. Por eso se le conocía como “salvoconducto”, aunque en realidad, el gobierno jamás dio ningún permiso ni existe esta fórmula en la ley.

El problema para Jean Pierre y los cientos que venían detrás suya fue un cambio en la aplicación de la norma. A los ciudadanos procedentes de países de África también les afectó el giro de 180 grados del presidente Andrés Manuel López Obrador, que llegó al gobierno prometiendo políticas “humanas” para quienes trataban de cruzar México con destino a Estados Unidos pero que terminó plegándose a las políticas antimigratorias de su homólogo Donald Trump.

El 7 de junio de 2019, el canciller Marcelo Ebrard viajó a Washington para negociar con la administración estadounidense después de varias amenazas lanzadas por Estados Unidos. Allí firmó un acuerdo por el que se comprometió a reducir el flujo migratorio a cambio de que Estados Unidos no impusiese aranceles a las exportaciones mexicanas. México entonces desplegó a miles de integrantes de la Guardia Nacional en la frontera sur y aceptó que los solicitantes de asilo en Estados Unidos aguardasen en México su cita con el juez. Esto, en principio, no debería afectar a los migrantes transcontinentales, que tenían su propia ruta. Pero sí lo hizo.

El 10 de julio de 2019, un oficio firmado por Ana Laura Martínez de Lara, que en aquel momento ejercía como directora general de Control y Verificación Migratoria, cambió las reglas del juego. Fue enviado a los titulares de las oficinas de representación del INM y les instruía sobre cómo gestionar las salidas de las estaciones migratorias.

En la instrucción se recuerda que los oficios de salida “no otorgan condición de estancia”. “Con dicho documento las personas extranjeras no pueden transitar libremente por territorio nacional”, dice.

Y ofrece dos alternativas al salir de la estación migratoria: regularizar su situación o abandonar el país. Sin embargo, añade que la salida deberá ser “a través de un lugar destinado al tránsito de personas en la frontera sur más cercano al lugar donde se expidió el documento”.

Adjunto a aquella orden se anexaba un formato de Oficio de Salida en el que se incluían las novedades.

Con esta orden, el INM instaba a gente como Jean Pierre, con miles de kilómetros a sus espaldas, a regresar a Guatemala. ¿Qué iba a hacer un comerciante de Kasaï, su mujer y su hijo, que ni siquiera hablaban español, atrapados en un país como Guatemala, donde seis de cada diez ciudadanos son pobres?

El oficio apoya su modificación en la fracción IX del artículo 240 del Reglamento de la Ley de Migración mexicana.

El problema es que esta norma no dice lo que la funcionaria dejó por escrito.

Lo que dice es que “en caso de que la persona extranjera no presente el trámite correspondiente en el periodo que le fue señalado, deberá abandonar territorio nacional dentro de dicho periodo”. Es decir, que no hay referencia alguna a un lugar específico por el que deben salir del país. Solo les advierte que si no regularizan su situación tienen 20 días para marcharse.

Eso es exactamente lo que buscan. Dejar México por la frontera norte. Impedirlo era el compromiso que los enviados de López Obrador habían adquirido con Trump. Las trabas administrativas hacían aquí el papel del bloque de hormigón del muro.

Jean Pierre Ilunga salió de la estación migratoria con un papel, pensando que tendría vía libre para seguir hacia Estados Unidos. Al día siguiente de poner un pie en la calle le dieron la mala noticia. Los primeros que fueron liberados desde que Martínez de Lara envió aquel oficio habían comprobado que el documento “no era bueno”. Habían tratado de salir de Tapachula y, en el primer retén, les dieron la vuelta. De repente, todo su mundo se había venido abajo. Ellos hacían el tránsito conociendo los pasos que dar a cada momento y ahora, a 2 mil kilómetros de la frontera, no sabían qué hacer.

La primera reacción fue de incredulidad. Así que empezaron a protestar. Y se quejaron de que habían firmado documentos sin que nadie les tradujese qué estaban firmando. Y se rebelaron cuando se dieron cuenta de que en esos papeles hablaban de ellos como “apátridas”. Ya no eran congoleses, cameruneses o etíopes. Ahora se habían convertido en “apátridas”, gente sin nacionalidad a pesar de tener su pasaporte encima.

Ni Jean Pierre ni Angelina ni el resto comprendían que ser considerados “apátridas” era podrían utilizar en su beneficio porque significaba que no había país al que pudieran devolverles. En ese momento se sentían estafados y que les arrebatasen la nacionalidad lo consideraron una más de las afrentas de las autoridades mexicanas. Y eran muchas. Aquellos días, bajo un calor sofocante seguido por torrenciales lluvias vespertinas, comenzaron los relatos sobre tratos humillantes al interior de Siglo XXI y testimonios sobre robos perpetrados por agentes municipales en los alrededores del centro de detención.

Una de las primeras palabras en español que todo migrante aprende en Tapachula es “fila”. Es una rutina tediosa. Fila para entrar en Siglo XXI. Fila para recibir la comida. Para pedir un documento. La paciencia de estos hombres y mujeres exhaustos se estaba agotando. Sentían que estaban jugando con su dignidad. Y eso era lo último.

Por eso la segunda reacción fue de enfado. El 26 de agosto, con el campamento todavía incipiente, decenas de migrantes africanos bloquearon los accesos de Siglo XXI. Gritaban “mafia” a los funcionarios y denunciaban haber sido estafados. Acompañaban su cánticos con tmabores hechos de garrafas de agua o cubos de plástico y clamaban contra el trato despectivo y racista con que les recibían los funcionarios. Aquel día, los migrantes serían golpeados en el exterior del centro de detención.

La imagen de un policía imitando los gestos de un mono mientras decenas de hombres negros clamaban “no violencia” antes de ser golpeados representa el choque de dos mundos y una lógica muy perversa: uniformados mexicanos con salarios bajísimos, posiblemente receptores de remesas procedentes de Estados Unidos, eran la primera línea de Washington para impedir que familias que huyen de la guerra y las matanzas puedan alcanzar las fronteras.

Ni los intentos de diálogo ni las protestas tuvieron efecto. El gobierno había cambiado la norma y ni siquiera había una ley a la que aferrarse. Así que, durante meses, Jean Pierre languideció durmiendo en una tienda de campaña, sin dinero, sin expectativas, con el terror a que aquel campamento temporal se volviera permanente. Hubo días que no tenían ni para pañales. Tampoco podía trabajar. ¿Quién iba a contratar a un tipo a quien ni siquiera podía dar órdenes ya que no hablaba el idioma? Algunos, los menos, obtuvieron un empleo irregular en construcción. Pero siempre hay quien se aprovecha de la miseria ajena. Varios cameruneses denunciaron que, cuando había transcurrido la quincena, el patrón les dijo que necesitaba sus papeles para pagarles. Así que nunca les dio un peso.

Para septiembre el tiempo se había detenido en un campamento que era salvamento y amenaza. Lo saben refugiados de todo el mundo. Lo que antes era temporal puede convertirse en crónico y de tiendas de campaña aún más improvisadas que estas han terminado surgiendo ciudades robustas e inamovibles de las que el mundo solo recuerda que siempre estuvieron allí.

“No sé qué van a hacer con nosotros. ¿Qué quiere el presidente? ¿Por qué no nos dejan seguir con nuestro camino?”, se quejaba amargamente Jean Pierre cuando hablábamos por WhatsApp.

La situación se enquistó. El campamento de los africanos comenzó a ser parte del paisaje en el exterior de Siglo XXI. Los celulares se cargaban en las tienditas ubicadas en cabañas de los alrededores. Había partidos de fútbol cuando caía la noche y oraciones del pequeño grupo de musulmanes originarios de Mozambique. También imágenes que rompían el corazón, con niños como Philippe, de un año, achicharrado bajo una lona mientras echaba la siesta a 40 grados a la sombra.

Las autoridades instalaron una tina de agua potable y hubo grupos religiosos que llevaban comida de vez en cuando. Pero la situación era cada vez más miserable y hubo familias que casi llegan a las manos por un maldito cartón de leche. Habían gastado miles de dólares en el trayecto y estaban atrapados, sin recursos, sin entender nada. El Estado tenía una única preocupación: que no subiesen al norte. Si se morían de hambre o enfermaban durmiendo en la calle o se mataban entre ellos por un cartón de leche era algo que traía sin cuidado a los funcionarios mexicanos.

Comenzaron a impacientarse. Ahí surgieron diversas alternativas a través de coyotes. La más peligrosa: la ruta marítima, que conectaba las playas de Chiapas con Oaxaca o incluso Guerrero. El 11 de octubre de 2019, cuatro ciudadanos cameruneses dejaron la vida en una playa de Oaxaca después de que el barco con el que trataban de evitar los retenes naufragase en la costa. Un día después, cuando la noticia apenas llegaba hasta el campamento, cientos de africanos trataban de salir en caravana, emulando el éxodo que a finales de 2018 atravesó todo México hasta llegar a Tijuana. No tuvieron éxito. Decenas de guardias nacionales se desplegaron sobre la carretera. Después de más de 20 kilómetros caminando, en ocasiones bajo una terrible tormenta, los migrantes se rindieron. Aquellos que trataron de eludir el retén de los uniformados, fueron cazados por los sembradíos cercanos

México no estaba dispuesto a tener piedad con ellos.

Pero tampoco podía dejarlos atrapados toda la vida.

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Campamento en las instalaciones de la Estación Migratoria Siglo XXI del INM en Tapachula, Chiapas, México. Fotografía: Mónica González

El campamento se mueve

“Para cumplir con las órdenes de Trump y no permitir que los migrantes llegaran al norte, México se buscó un problema en el sur”, explica Salva Cruz, director de incidencia de Fray Matías de Córdova, una organización de Derechos Humanos con base en Tapachula. “La situación fue inaceptable durante muchos meses”.

Para principios de noviembre cada vez eran más los que se acumulaban frente a Siglo XXI. A los que llevaban varios meses, como Jean Pierre y su esposa, o Angelina y sus hijos, se le sumaban los recién llegados. Gente que había iniciado su tránsito a mediados de 2019 y que todavía no sabía que Tapachula era su muro. Gedeao Makambo, un angoleño de 32 años, es uno de los recién llegados.

Gedeao es un tipo bajito y reservado. Dice que las razones por las que dejó Angola solo le conciernen a él y que pasó seis años en Brasil antes de hacer otra vez las maletas. Que allí en Sao Paulo se había hecho una vida como electricista y músico, pero que la violencia empezó a asfixiarle. Por eso se puso en marcha con su mujer y cuatro hijos.

Hasta que el Darién se llevó a la pequeña. Como prueba, me muestra su pasaporte.

“Es complicado. Cuando llegué a la selva tenía a todos mis hijos. Hubo bandidos que me robaron dos veces: en la primera tomaron el dinero y la segunda, toda la comida que tenía para los niños, ropa, documentos”, dice.

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Gedeao Makambo y su familia esperan sus documentos para salir de Tapachula, Chiapas, México. Fotografía: Mónica González

Revivir el horror no es fácil. Menos aún, recordar el momento en el que no pudiste salvar a tu hija. Gedeao es un tipo muy religioso, pero hay que tener mucha fe para sobreponerse a un golpe tan duro.

“Estábamos cruzando el agua. Había una corriente de agua y caímos al agua. Había piedras, y un remolino. Pude salvarme yo y salvar al otro que estaba conmigo, pero no a mi hija”, dice.

El hombre tiene pudor al hablar sobre su tragedia. No se siente cómodo con su aspecto y, de vez en cuando, formula una pregunta que va a la raíz misma de la relación entre el periodista y el protagonista de su historia: “¿qué gano yo con esto?”.

La situación en el campamento era ya insostenible. Los medios de comunicación habían aterrizado y a México cada vez le costaba más justificar que mantenía a cientos de migrantes y solicitantes de asilo con historias atroces a sus espaldas atrapados en el sur sin darles más opciones que darse la vuelta y regresar por donde habían venido. Parecía obvio que no iban a deportarles.

La Secretaría de Relaciones Exteriores (SER) trató de negociar con países africanos como lo hizo con India, a donde fueron devueltas 311 personas. Estaba la opción de pedir asilo, pero en realidad no era muy considerada ya que temían que pedir el asilo en México podía implicar perder la opción de solicitar protección en Estados Unidos o Canadá. A pesar de ello, 1 317 africanos, en su mayoría de Camerún (514), República Democrática del Congo (221) y Angola (184) iniciaron sus trámites ante la Comar. Se trata de un número reducido en relación con los más de 70 mil de todas las nacionalidades que pidieron refugio en México durante 2019.

Al mismo tiempo, un abogado mexicano, Luis Villagrán, había interpuesto un amparo para regularizar a más de 800 de los africanos. Sus papeles se convertirán en testimonio de las personas que en algún momento transitaron por el campamento. Los vivos y los muertos. Aunque, en realidad, fueron muchas más de las que el letrado anotó.

El argumento de Villagrán era que los migrantes, al haber sido declarados “apátridas”, deberían recibir algún tipo de estancia legal. Un juez desestimó su reclamo. Sin embargo, a finales de noviembre el gobierno mexicano comenzó a regularizar a todos. Les entregó tarjetas de residente permanente. “Me dieron la razón sin dármela en los tribunales”, dice Villagrán.

Nadie explica qué ocurrió para que a finales de octubre de 2019 el gobierno mexicano decidiera cambiar su política hacia los migrantes varados en Tapachula. Quizás fueron las presiones internacionales que se avivaron después de la muerte de los camerunenses que intentaron huir y naufragaron. Quizás los diplomáticos se dieron cuenta de que no podrían llegar a acuerdos con los países africanos para mandar de vuelta a todos los del campamento.

Después de tres meses sin saber qué hacer con el campamento entregaron las primeras tarjetas de residentes permanentes. Como no tenía país, México les ofrecía vivir en el suyo.

Ninguno quiso quedarse.

En el momento en el que un migrante recogía su tarjeta compraba un billete para el norte. Ciudad Acuña, en Coahuila , se volvió la capital del tránsito africano hacia Estados Unidos.

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Migrantes de Angola y Congo, abordan el autobús con destino a Ciudad Acuña, México. Fotografía: Mónica González

El salto a Estados Unidos

El sábado 1 de diciembre, sicarios a bordo de camionetas con armas pesadas atacaron la municipalidad de Villa Unión, en Coahuila, a 70 kilómetros de la frontera con Estados Unidos. Un total de 23 personas murieron durante los tiroteos que se alargaron durante horas y la posterior persecución por parte de elementos del Ejército. El año 2019 fue el más violento de los que se tiene registro en México: más de 35 mil asesinados.

El mismo día en el que los enfrentamientos se registraban en Villa Unión, Josep Pele Mesa, periodista, empresario, se encontraba en un autobús con destino a Ciudad Acuña, también en Coahuila. Pasará a escasos 20 kilómetros del lugar del ataque, una zona sitiada por retenes militares. Él, sin embargo, es ajeno a todo lo que está ocurriendo. Ni siquiera se inmuta cuando observa en un celular las imágenes de la municipalidad devastada por las balas.

Josep es un tipo polifacético. Tiene 61 años, mandíbula prominente y gran capacidad para estar de buen humor. Fue de los primeros a los que México dejó varados en Tapachula, allá por julio. Llegó desde Brasil, donde había residido seis años. Fue periodista en Congo, perseguido político y encarcelado. Se exilió en Angola, fue empresario de eventos sociales y nuevamente perseguido hasta que huyó a Brasil. Dice que el incremento de la delincuencia le obligó a escapar, unido a la llegada al poder de Jair Bolsonaro, que ha provocado una mayor inestabilidad.

Todo eso ha quedado atrás. Durante dos días, solo le resta sentarse en el autobús y conciliar el sueño. Tiene por delante 48 horas de ruta hasta el siguiente punto crítico: la frontera con Estados Unidos.

“Venimos aquí porque vinieron muchos hermanos antes que nosotros. No tengo claro qué es lo que voy a hacer”, explica. No sabe cómo va a cruzar a Estados Unidos. Cuando llegue y vea el Río Bravo lo tendrá más claro. Ahora solo sabe que dispone de dos opciones: seguir las reglas y pedir asilo a través del cauce reglamentario o lanzarse al agua y entregarse a la policía de fronteras. Tardará dos días en decidirse. Casi todos hacen lo mismo.

“Esto es una guerra y todavía no ha terminado”, dice Josep, que para iniciar el viaje se ha enfundado en traje militar.

A las 4 de la tarde del viernes 29 de noviembre de 2019, Josep y otros 60 migrantes, en su mayoría de Angola y Congo, abordan el autobús con destino a Ciudad Acuña. Dos horas antes han salido otros dos autobuses. Llegarán a la vez a su destino porque los dos terminarán perdiéndose. El vehículo que les toca en suerte a Josep y su familia ha conocido tiempos mejores. Parece estar a dos carreras de ser enviado al desguace, carece de aire acondicionado y, cada cierto tiempo, el piloto tiene que hacer arreglos en el motor para que siga con vida. Lo peor que podría ocurrir es que decida echar su último aliento en alguno de los últimos 700 kilómetros a través del desierto.

Por 1 300 pesos (unos 50 dólares) que pagaron por cada pasaje los migrantes tampoco iban a pedir un asiento Premium. Además, están acostumbrados. Han viajado en taxis, camiones, autobuses, combis, lanchas, camionetas y a pie. Qué más da que decenas de seres humanos suden a la vez y hagan un ambiente irrespirable o que el poco oxígeno que fluye entre los asientos se mezcle con el aroma a pollo y papas fritas de bolsa. El objetivo desde hace meses era llegar a Estados Unidos y este autobús decrépito va a ser el encargado de conducirles hasta la frontera.

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Migrantes en el autobús con destino a Ciudad Acuña, México. Fotografía: Mónica González

Los transportes se toman junto al Oxxo más cercano de la estación siglo XXI, en Tapachula. No se trata de líneas regulares, sino de trayectos que las empresas de viajes habilitan debido a la demanda. Son compañías que alquilan los vehículos y contratan al piloto por un precio estándar en el que incluyen los gastos de gasolina o alimentación. Por eso quienes están al volante prefieren ahorrarse unos pesos y atravesar zonas con riesgo de secuestro.

Desde que México comenzó a expedir tarjetas de residencia, la línea con destino a Ciudad Acuña es la más solicitada. También hay paquetes hacia Tijuana, en Baja California, y Nuevo Laredo, en Tamaulipas. Todas son trayectos únicamente de ida.

México es el último país antes de alcanzar Estados Unidos, pero atravesarlo es peligroso. En buena parte de los territorios que atravesará el autobús tienen presencia del crimen organizado. Estos grupos controlan las rutas hacia Estados Unidos. Cruzar desde San Pedro Sula, en Honduras, hasta el norte, puede llegar a costar 12 mil dólares. La mayor parte de ese dinero va a pagar los sobornos de los agentes de migración y los policías que se encuentran en la ruta. Otros, los que no tienen dinero, se juegan la vida a lomo de La Bestia y recorren larguísimos trayectos a pie eludiendo las garitas del INM.

En este autobús todos llevan su tarjeta de residencia. Así que pueden transitar sin esconderse. Indudablemente, es una ventaja.

En realidad, no todos van legalmente. Los únicos dos hondureños que viajan hacia el norte no llevan papeles en regla. Uno de ellos se está haciendo pasar por su hermano. El mayor, el único que habla porque se sabe el camino, lleva prisa porque tiene que llegar al nacimiento de su hijo y a la cita con el juez que revisará su petición de asilo. Se trata de un músico evangélico de San Pedro Sula que huyó cuando balearon a su padre. No llegará ni al parto, ni al encuentro con el juez. Desde entonces, reside en Reynosa, Tamaulipas.

En el trayecto, de 48 horas de duración, los migrantes encontrarán once retenes. Once puestos policiales en los que se repite la misma rutina: documentación, fotografía de los carnés y vuelta a empezar. Los hondureños lograrán cruzarlos todos. No así dos cameruneses que habían fiado su suerte a los permisos falsos que compraron en Tapachula. En el tercer retén fueron detenidos. Como no pueden ser deportados, su destino será el encierro en Siglo XXI, hasta que las autoridades decidan ponerles en libertad. De nuevo volverán a tratarlo. Es un círculo vicioso en el que solo pueden esperar a lograrlo en algún intento.

Con la ventaja de poder pasar legalmente los controles migratorios el camino es solo una tediosa marcha por la inmensidad de México. Ahí quedan Oaxaca y Chiapas; estados pobres y convertidos en el muro contra extranjeros; Veracruz, tierra con gran presencia del crimen organizado y en el que son habituales los secuestros de migrantes; las montañas de Puebla y la megalópolis de Ciudad de México; y Monterrey como puerta de entrada al desierto.

México en sí mismo es un continente, pero en este autobús no hay nadie con ganas de descubrirlo. Hay demasiado rencor y enfado hacia el trato sufrido y mucha prisa por dejarlo atrás. México es, para este autobús, reglas arbitrarias y gente que les engaña y otra gente que les trata como si fuesen seres inferiores. Lo mejor de México para estos hombres y mujeres que viajaron de tan lejos será dejarlo atrás. Al llegar a Ciudad Acuña el objetivo estará casi cumplido.

¿Por qué Ciudad Acuña? Nadie da una explicación convincente. Ni Josep lo sabe ni tampoco Angelina o Jean Pierre, que también cruzaron por aquí. Solo saben que alguien les dijo. Con eso es suficiente.

Las rutas se trazan por imitación.

Ciudad Acuña es un municipio anodino de 150 mil habitantes que vive mirando al norte. Al contrario que ocurre con Tijuana y San Diego, o Laredo y Nuevo Laredo, al otro lado del Río Bravo no hay ninguna ciudad norteamericana. Hay que avanzar diez kilómetros para alcanzar las primeras casas de Del Río, su contraparte.

Aquí en Ciudad Acuña, la gente viene porque tiene algo que hacer. Desde el norte, para beneficiarse con los precios de las farmacias, los dentistas y las ópticas. Desde el sur, para cruzar Río Bravo y alcanzar los privilegios de Estados Unidos.

Además, tiene sus propias ventajas para migrantes.

Es mucho menos congestionada que otros puntos fronterizos como Tijuana, Nuevo Laredo o Piedras Negras. Ese es un lugar de paso. Llegar, dormir y saltar. Nada de quedarse unos meses trabajando en la maquila para hacer dinero y pagar un pollero. Apenas hay un par de albergues, dos hoteles con población exclusivamente migrante y algunos cuartuchos cuyos propietarios cobran por noche, a pesar de presentarse como almas caritativas.

En esta ciudad hay menos presencia del crimen organizado. Esto implica más seguridad, aunque los migrantes de países africanos no suelen ser víctimas de los carteles. Contactar con sus familiares es más difícil, así que los extorsionistas prefieren centrarse en otras comunidades, como la cubana, a la que vinculan con los dólares de Miami.

Este no es un paso que se atraviese con coyote. Aquí la gente no viene para esconderse en el desierto y convertirse en ilegal al otro lado. Aquí la gente viene a entregarse a plena luz del día.

Lo hizo Angelina con sus hijos. Lo hizo Jean Pierre con su familia. Lo harán Josep y los suyos.

Basta con caminar cien metros a través del río para alcanzar Estados Unidos. Hay puntos, como el parque, en los que el agua apenas llega a la rodilla. Solo hace falta que alguien te indique dónde cruzar. Desde ahí se observa el puente internacional y hay lanchas de vigilancia que cruzan de vez en cuando. Pero no son omnipresentes.

Además, todo el mundo sabe a qué se juega en esta orilla del río.

Para cuando el migrante se acerca, una cámara ha advertido a los uniformados que un extraño se ha adentrado en territorio estadounidense. Así que en cuanto pones un pie en tierra ya tienes tu comité de bienvenida. Josep valoró la posibilidad de pedir asilo por la vía ordinaria, pero desistió al chocar con la realidad. Existe una lista que gestiona Protección Civil. Pero a principios de diciembre de 2019 había unas 60 familias antes que Josep. Eso implicaba esperar unos seis meses. Después de agonizar durante cinco meses en Tapachula, la perspectiva de perder otro medio año en su antípoda del norte fue suficiente para tomar una decisión. Pasó menos de un día desde que le informaron del trámite hasta que dio el salto.

El 3 de diciembre de 2019 el celular de Josep Pelé dejó de sonar. El día anterior se había despedido diciendo que estaba valorando opciones. Pero tenía algo en la forma de hablar que indicaba que no decía toda la verdad.

La última vez que miró el WhatsApp pasaban algunos minutos de las seis de la mañana.

Fue a esa hora cuando su familia decidió cruzar. Algún día después recibiríamos una llamada desde ese número de teléfono: eran los tres militares encargados de vigilar la frontera. Una escuálida brigada de tres tipos que hace batidas por la inmensidad de la orilla y se protege del frío con una hoguera. Querían saber quién ayudaba a los migrantes y contaban como pista con el teléfono que se había caído a uno de ellos.

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Días después recibiríamos una segunda llamada desde Texas.

Era Josep, recién liberado del centro de detención.

Tantos meses después, lo había conseguido.

Estaba en Estados Unidos.

*Migrantes de Otro Mundo es una investigación conjunta transfronteriza realizada por el Centro Latinoamericano de Investigación Periodística (CLIP), Occrp, Animal Político (México) y los medios regionales mexicanos Chiapas Paralelo y Voz Alterna de la Red Periodistas de a Pie; Univision Noticias (Estados Unidos), Revista Factum (El Salvador); La Voz de Guanacaste (Costa Rica); Profissão Réporter de TV Globo (Brasil); La Prensa (Panamá); Semana (Colombia); El Universo (Ecuador); Efecto Cocuyo (Venezuela); y Anfibia/Cosecha Roja (Argentina), Bellingcat (Reino Unido), The Confluence Media (India), Record Nepal (Nepal), The Museba Project (Camerún). Nos dieron apoyo especial para este proyecto: La Fundación Avina y la Seattle International Foundation.

Le campement des apatrides

Par Alberto Pradilla

Des centaines de migrants africains, pour la plupart venant du Cameroun, d’Angola et de la République Démocratique du Congo (RDC), sont restés cinq mois sans pouvoir partir de Tapachula au Chiapas. Leurs pays ne les reconnaissent plus et le Mexique les considère comme des apatrides. Pour eux, Ciudad Acuña, à la frontière des États-Unis, est devenue la destination principale pour tenter le passage vers le nord.

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Manifestation de migrants du Cameroun, de l'Angola et de la République démocratique du Congo, dans les locaux de la station de migration INM XXI à Tapachula, Chiapas. Photographie: Alberto Pradilla / Animal Político

Angelina, congolaise de 38 ans, a vu la mort quand elle a traversé le Rio Bravo.

"Je ne croyais pas que j’allais survivre. J’ai avalé de l’eau, j’en avais plein la bouche, dans le nez ; j’ai été sauvée par des policiers" dit-elle depuis Montréal au Canada. Actuellement, elle est en train d’y faire une demande d’asile avec ses deux enfants de 14 et 16 ans. Aucun d’eux veut que leur nom apparaisse dans le reportage.

Angelina est une survivante.

Elle a échappée à la mort en République Démocratique du Congo, quand des hommes armés ont assassiné son mari et sa fille. Elle a échappé à la mort dans la forêt du Darien, entre la Colombie et le Panama, où son autre fils, un enfant de 7 ans, s’est noyé après avoir glissé dans la boue. Elle a échappé à la mort à Ciudad Acuña, dans le Coahuila au Mexique, quand elle est tombée dans l’eau du Rio Bravo en essayant d’atteindre les États-Unis avec 20 autres migrants originaires du Congo, d’Angola et du Cameroun.

Tout cela lui est arrivé entre janvier et novembre 2019.

"J’ai vu la mort," répète cette femme aux yeux globuleux, à l’expression triste et à l’apparence fragile. Maintenant, à cause du Covid 19, elle est enfermée chez elle à Montréal. Mais elle est en sécurité. Pour la première fois depuis plus d’un an, elle a quatre murs autour d’elle, qu’elle peut appeler "maison". Avant d’en arriver là, elle a perdu son mari et deux de ses enfants. C’est comme si on lui avait arraché la moitié du corps. Mais elle y est arrivée.

De l’Angola à l'Équateur. De l'Équateur à la Colombie. De la Colombie au Panama. Du Panama au Costa Rica. Du Costa Rica au Nicaragua. Du Nicaragua au Honduras. Du Honduras au Guatemala. Du Guatemala au Mexique.

Plus de 20.000 kilomètres et neuf pays.

Le mercredi 13 novembre, Ciudad Acuña en Coahuila, une ville poussiéreuse à la frontière entre le Mexique et les États-Unis, a été la dernière grande étape de l’exode d’Angelina. Après s’être arrêtée à Tapachula au Chiapas, dans le sud du Mexique, pendant cinq mois, sa famille a obtenu une carte de résident permanent. Ils ont rapidement repris le chemin vers l’autre extrémité du pays -à plus de deux milles kilomètres- dans un bus délabré. Ils ont dormi quelques nuits dans une chambre payée par une compagne d’exode. Quand celle-ci a décidé de “faire le saut vers les États-Unis”, Angelina l’a suivie. Cela a été son meilleur réflexe. Elle n’avait plus rien à perdre ni plus rien pour survivre ; et rester au Mexique ne fût jamais une option.

Cette congolaise et ses deux enfants ont sauté dans le Rio Bravo à l’aube. Auparavant, ils ont traversé un parc, protégés par l’obscurité et les arbres qui forment une barrière naturelle sur la rive. Quand ils ont sauté, la Guardia Nacional n’était pas là, personne ne s’est mis en travers de leur chemin. Il n’y a qu’une centaine de mètres entre le Mexique et les État-Unis. Le “mur” est fait d’eau. Si le courant n’est pas trop fort, certains endroits peuvent se franchir sans trop de difficultés. C’est ce qu’a cru Angelina. Elle était au milieu du passage, de l’eau jusqu’aux genoux, quand elle a perdu le contrôle. Le courant a emporté son sac, son téléphone, et a failli l’emporter elle aussi.

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Angelina, congoleña de 38 años durante una protesta en las instalaciones de la Estación Migratoria Siglo XXI del INM en Tapachula, Chiapas. Fotografía: Alberto Pradilla / Animal Político

C’est l'histoire d’une année terrible durant laquelle elle est passée d’une vie aisée en République Démocratique du Congo à celle d’une veuve demandeuse d’asile à plus de 10.000 kilomètres de chez elle. Comme elle, des centaines de migrants originaires de RDC, du Cameroun, d’Angola ou d’Éthiopie traversent le Mexique pour atteindre les États-Unis.

En 2019, le Mexique est devenu sa prison. En raison d’un changement de la législation concernant les lois migratoires, elle a dû rester pendant cinq mois à Tapachulas au Chiapas, municipalité pauvre, située dans le plus pauvre des états mexicains et point sensible des infrastructures destinées aux migrants. Mais, maintenant, tout cela est derrière elle. Angelina est désormais libre.

Il y a quelque chose d’étrange dans cette forêt

La vie d’Angelina s’est effondrée le 19 janvier 2019.

Ce jour-là, des hommes armés ont forcé la porte de son domicile. Ils cherchaient son mari, un médecin pédiatre qui avait été le coordinateur de la campagne présidentielle de Félix Tshisekedi, déclaré vainqueur des élections du 30 décembre 2018.

La République Démocratique du Congo a ratifié ces élections le 10 janvier et cinq jours plus tard la victoire de Tshisekedi a été proclamée. Mais son opposant, Martin Fayulu, a dénoncé une fraude. C’est ainsi qu’ont commencé les émeutes et les meurtres dans un pays qui n’a jamais connu la paix depuis des décennies. D’abord l’époque coloniale. Puis, des longues années de dictature. Dernièrement, les guerres, dont les conséquences sont encore ressenties aujourd’hui.

Dans un tel contexte, le simple fait de participer à une campagne politique peut mériter la peine de mort.

"Il était 14h30 quand des hommes armés ont tiré sur la maison. Ils ont forcé la porte. J’étais dans la chambre avec les enfants. Ils sont entrés, ils ont pris mon mari et ils l’ont amené dans le salon. Nous avions une fille de 18 ans. Ils lui ont arraché ses vêtements et ils ont commencé à la violer devant son père. Quand mon mari s’est levé pour intervenir, ils lui ont tiré dessus. Il est tombé, sans vie. Je me suis évanouie et me suis réveillée à l’hôpital" raconte Angelina.

Ce premier témoignage a été recueilli au Mexique, le 25 août à Tapachula au Chiapas devant le centre d'accueil pour migrants Siglo XXI, le plus grand centre de rétention d’étrangers en Amérique Latine, proche de la frontière du Guatemala.

Cela a pris trois jours pour qu’elle accepte de me raconter son histoire.

Le premier jour elle m’a vu écouter les histoires des autres.

Le deuxième, elle m’a entendu demander aux autres de raconter leur histoire.

Au troisième, elle m’a dit : "j’ai quelque chose à te raconter".

En même temps, autour de nous, commençait à se dresser un camp de réfugiés qui allait perdurer jusqu’à novembre. Peu à peu, des tentes, venant d’un magasin de sport proche, ont occupé la place située devant le Siglo XXI. Elles étaient vendues 299 pesos -environ 10 euros- pièce. Quand ils ont traversé le Darien, entre la Colombie et le Panama, des tentes comme celles-ci leur ont servi pour dormir. Maintenant, ils ne craignent plus les serpents venimeux, les caprices du temps ni les menaces des brigands . Leurs plus grandes craintes sont l’ennui et l’incertitude. Ils étaient arrivés jusqu’à Tapachula et ils ne pouvaient pas partir.

"Je n’ai pas eu le choix", dit Angelina à propos de sa fuite du Congo.

Assise à côté de sa tente, elle a du temps pour raconter son histoire. Elle y dort avec ses deux enfants. Nous sommes à la saison des pluies, un orage arrive, nous l’attendons.

Elle me raconte qu‘après deux semaines à l’hôpital, traumatisée par le meurtre de son mari et de sa fille, elle a fui à Kinshasa, la capitale. Un ami de son mari, celui qui l’avait convaincu de participer à la campagne présidentielle, les a cachés chez lui. Peut-être s’est-il senti responsable ? Après tout, s’il n‘avait pas demandé à son mari de coordonner la campagne, ce dernier serait peut-être encore en vie. Ils sont restés à Kinshasa pendant les mois de février, mars, avril et mai. Puis il leur a proposé une solution.

"Il nous a proposé de voyager avec les passeports de sa femme et de ses enfants jusqu’à Quito en Équateur. Là-bas, ils ne demandent pas de visa aux Congolais", a-t-il dit.

(L’Équateur ne demandait pas de visa pour les citoyens de la République Démocratique du Congo jusqu’au 12 août 2019. A partir de cette date, le gouvernement de Lenin Moreno a imposé des restrictions aux ressortissants de ce pays et de onze autres).

Le 5 juin, Angelina a fait ses valises et elle est partie en direction de Quito avec ses trois enfants. Le benjamin -de sept ans- était encore à la campagne avec sa grand-mère. Ils l’y avaient laissé lors du meurtre de son père et de sa sœur. Maintenant la famille était à nouveau réunie, pour partir plus loin qu’ils ne l’avaient jamais imaginé.

Ils ont pris un vol Air Éthiopie, depuis Kinshasa pour le Brésil, d’où ils sont partis vers Quito en Équateur.

Son but était de demander l’asile dans ce pays andin. Une fois sur place, elle a décidé de continuer sa route. Même si les conditions de vie étaient meilleures qu’en RDC, ils ne pouvaient pas espérer avoir une vie confortable. Historiquement, l’Equateur est un pays de forte émigration. Et puis, les États-Unis n’étaient pas loin, tout droit au nord ! Pourquoi ne pas continuer ? Que pouvait leur offrir l’Équateur ? Ils étaient déjà en route, autant continuer. "Nous avons rencontré d’autres Africains. Nous avons attendu trois jours à Quito, mais on nous a dit que nous devions continuer notre chemin." raconte Angelina.

L’arrivée et la traversée de la Colombie se sont déroulées tranquillement. Des taxis, des autocars, c’était comme une grande colonie de vacances dans un terrain inconnu.

Puis ils sont arrivés au Darien à l’extrême nord de la Colombie, à la frontière du Panama.

Le Darien.

Le foutu Darien !

Cette forêt qui avale les êtres humains et les digère pendant des années.

Angelina ne se serait jamais lancée dans cette traversée si elle avait su ce que c’était. Mais elle ne le savait pas. Personne ne le sait. Il y a quelque chose de tragique dans cette forêt. Tous ceux qui l’ont traversée supplient les suivants de ne pas le faire, de ne pas s’exposer. Tous ceux qui se retrouvent à l’entrée de la forêt, ignorent cette mise en garde. C’est comme si les êtres humains avaient besoin de se confronter au Darien pour croire aux histoires effrayantes de ceux qui les ont mis en garde.

"Si je l’avais su, je n’aurais jamais fait ce chemin" dit Angelina.

Mais elle ne le savait pas.

"Nous l’appelons le chemin de la vie et de la mort", explique-t-elle. Son visage a changé. C’est comme si, en racontant les souffrances subies dans cette forêt entre la Colombie et le Panama, elle s’y retrouvait à nouveau. Il fait très chaud à Tapachula, une chaleur humide, de celles qui t’empêchent de respirer et te font transpirer à grosses gouttes, comme si tu sortais de la douche. Angelina parle sans me regarder, elle met toute sa concentration dans chaque détail de son histoire.

Dans la forêt, il y a tous les types de menaces. Chacun des récits de ceux qui l’ont traversée donne froid dans le dos.

"Il y a des groupes dont on ne peut voir que les yeux et la bouche. Aux femmes, ils enlèvent tous les vêtements, ils les regardent partout. Puis, quelquefois, ils les violent. J’ai rencontré une femme dont ils ont violé la fille de 15 ans" dit-elle.

Ce sont des étrangers, dans un terrain inconnu. Des personnes très vulnérables. Les différents réseaux qui opèrent dans la zone profitent de cette vulnérabilité. Selon ce qu’elle a raconté, les groupes de migrants passent de main en main, d’un trafiquant à l’autre, d’un guide au suivant, et chacun demande sa part. "L’un va te demander 20 dollars pour porter ton sac. L’autre 80 pour t’aider à traverser avec ton enfant. Un guide marche pendant 30 minutes, puis s’arrête. Tu lui as déjà payé 30 dollars, maintenant il faut en trouver un autre", continue-t-elle.

"J’en ai vu des cadavres dans la forêt ! Au début, j’ai vu un Camerounais mort de malaria. Après, un autre, un indien, mort aussi. J’en vu beaucoup de cadavres !", dit-elle.

Angelina commence à être nerveuse. Elle parle plus rapidement, elle trébuche. L’angoisse commence à monter.

"Il y avait beaucoup de cadavres dans la forêt. Si tu entres, tu ne sors que par la grâce de Dieu. Si tu tombes, ils te laissent là. Tu peux partir à cent, mais tu ne sais pas combien de personnes vont en ressortir. Tu peux entrer à cent et sortir à quatre-vingt. Les autres vont y rester. Comme pour moi, je suis entrée avec trois enfants et je suis ressortie avec deux" :

Entrée avec trois.

Sortie avec deux.

Entrée avec trois.

Sortie avec deux.

Angelina, la femme qui avait fui parce qu'on avait assassiné son mari et sa fille, a perdu un autre enfant dans le Darien. Un enfant de sept ans. Le benjamin -qui avait vécu chez sa grand-mère pendant que le reste de la famille était cachée à Kinshasa- est entré dans la forêt en Colombie, mais n’est jamais arrivé à poser le pied au Panama.

"On marchait déjà depuis trois jours et on était dans la montagne. J’ai failli tomber et j’y ai laissé mon sac. J'avais des médicaments et des gâteaux… Il me restait juste mes enfants. Nous sommes montés plus haut. L’enfant marchait devant moi, les deux autres derrière. L’enfant a glissé. Il n’y avait personne pour le sauver", raconte-t-elle.

"On a attendu deux jours, mais il n’est pas remonté".

Angelina pleure et on n’entend rien d’autre que ses sanglots dans le camp de réfugiés qui s’est monté autour du Siglo XXI. Pendant quelques instants elle redevient cette femme effrayée et seule au milieu de la forêt, cette femme qui attend pendant deux jours que l’eau recrache son fils vivant.

Ceux qui ont perdu quelqu’un pendant le trajet sont les martyres de cet exode. Ils ont une auréole de douleur et de respect. Dans le camp, tous le savent. Ceux, dans cette tente-là, ont perdu leur mère. D’autres, ont perdu tous leurs enfants. Cet homme là-bas a dû dire au-revoir à sa femme. Angelina, la Congolaise, a vu son enfant de sept ans glisser dans la boue pendant qu’il grimpait . Elle l’a vu tomber dans l’eau. Elle l’a vu se battre jusqu’à qu’il disparaisse. "Je ne pouvais pas rester. Pas avec mes deux autres enfants. On a donc continué notre chemin. On est arrivé ici", dit-elle, piégée à Tapachula.

C’est le 25 août et cette famille a encore un long chemin devant elle.

Tapachula

Ces migrants, originaires de tous les pays d'Afrique, sont pratiquement invisibles au regard de l’exode des populations venues d’Amérique Centrale. Cependant ils traversent le Mexique depuis de nombreuses années. Depuis dix ans, l’arrivée de migrants Camerounais, Angolais et Ethiopiens s’est accrue.

Selon les données de l’Organisation Internationale pour les Migrations (OIM), elle a augmenté de 550 % entre 2014 et 2019.

En 2011, 287 personnes venues de pays africains, en situation irrégulière, ont été répertoriées  par les autorités migratoires, selon les données de l’Unité de Politique Migratoire mexicaine (Unidad de Política Migratoria) qui dépend de la Secretaría de la Gobernación (l’équivalent mexicain du Ministère de l’Intérieur).

En 2019, ce chiffre a atteint 7.552 personnes.

La fermeture des frontières en Europe, la montée de la xénophobie et l’instauration de politiques manquant d’humanité, telles que celles visant à empêcher les ONG de venir en aide aux personnes dérivant en Méditerranée, ont poussé certains Congolais ou Camerounais à tenter leur chance à l’autre bout du monde.

Ces populations sont toujours minoritaires comparativement  aux migrations qui viennent d’autres régions, telles que l’Amérique Centrale, et, depuis quelques années, les Caraïbes.

Le Mexique sera toujours une “grande fosse commune” qui avale des Honduriens, Salvadoriens et Guatémaltèques. Il sera toujours le pays de La Bestia, (le train de fret qui le traverse du sud au nord, qui déchire la vie et les extrémités de centaines de migrants d'Amérique Centrale), du massacre de San Fernando, Tamaulipas, des polleros (des trafiquants d’êtres humains) de Quetzalenango au Guatemala ou San Pedro Sula au Honduras.

En 2011, à la fin de la présidence de Felipe Calderón, le INM (Institut National d’Immigration) avait arrêté 66.583 étrangers en situation irrégulière. Neuf ans plus tard, pendant le premier exercice d‘Andres Manuel Lopez Obrador, ce sont 186.750 personnes qui ont été privées de liberté dans des centres de rétention pour migrants. Dans les deux cas, la plupart étaient originaires du Salvador, du Honduras et du Guatemala.

Comparée à celle venant d’Amérique Centrale, l’immigration transcontinentale est peu connue.

Comme l’explique Jaime Horacio, un chercheur du Chiapas expert en flux migratoires provenant de l’Afrique (et aussi de l’Asie), les personnes venant des autres continents ont une sorte d’avantage. Soit, leurs pays d’origine n’ont pas de représentation diplomatique au Mexique, soit ils ne sont pas reconnus par le gouvernement. Dans les deux cas ils ne peuvent pas être rapatriés. De plus, cela coûterait trop cher. Des sources anonymes à l’INM ont calculé que pour chaque personne renvoyée en Afrique ou en Asie, le gouvernement mexicain dépenserait autour de 250.000 pesos (10.000 dollars). A ce prix, il préfère ne rien faire.

En 2019, seulement 10 ressortissants africains ont été déportés. Ils venaient de Côte d’Ivoire, d'Egypte, du Lesotho, du Maroc, du Nigeria et du Togo.

Rien à voir avec les 59.427 migrants originaires de l’Amérique Centrale déportés en 2011 ou les 120.549 en 2019, pour la plupart originaires du Guatemala, du Honduras et du Salvador.

Angelina a eu la chance d’appartenir à cette population que le Mexique considère trop coûteuse à déporter.

Son objectif est clair : "Je ne cherche qu’un endroit où retrouver la paix".

Le Mexique signe un accord avec Trump pour empêcher les migrants d’aller vers le nord

Jean-Pierre Ilunga est sorti du centre d’accueil pour migrants à 1 H du matin le 11 août 2019.

Au milieu de la nuit, avec sa femme et son enfant de quatre ans, Ilunga s’est rendu compte qu’il ne savait pas où il était ni où il pouvait aller.

Derrière lui, il laissait un long et pénible voyage qui a commencé quand ses parents, Ndumbi Donatien et Marie Jeanne, ont été assassinés dans la province du Kassaï en  République Centrafricaine. Son père avait milité dans une organisation armée, la Kamuina Nsapu, qui s’est levée contre le gouvernement en 2016.

Deux ans plus tard, selon son fils, il avait décidé de se retirer, de ne plus tuer et il a fini assassiné par des membres du groupe qu’il avait soutenu.

"Il a été menacé. Ils lui ont dit qu’ils allaient tuer tout sa famille. Je sais juste qu’ils ont été enlevés et tués. Je n’ai pas cherché à voir des images ou à savoir où sont étaient leurs corps" a-t-il dit.

Comme témoignage de son exode le jeune homme montre plusieurs photographies.

Sur la première il est aux côtés de sa femme lors d’une fête, tous deux en bonne santé, même un peu ronds, et habillés de vêtements élégants. Elle a été prise en 2018. Rien à voir avec les ombres faméliques qu’ils sont devenus.

Les autres photos datent aussi de 2018, mais elles montrent des corps. Ce sont les restes sanglants de ses frères et la preuve de ce qui aurait dû lui arriver si un ami commerçant ne l’avait pas aidé en lui procurant des faux papiers pour voyager. "Ce sont mes frères, ma famille directe, mon sang", explique Jean-Pierre.

Nous sommes à Tapachula au Chiapas, c’est fin août. Devant Siglo XXI, se trouve le camp de réfugiés ; Jean-Pierre Ilunga est l’un des leurs. Ils sont tous noirs. Il y a des Camerounais, des Angolais, des Congolais. Mais,ce n’est pas habituel ici, où l’on s’occupe plutôt des personnes venant d’Amérique Centrale. Il se situe dans le sud du pays, car il y est plus facile de les repérer immédiatement, dès qu'ils posent le pied sur le sol, et moins cher de les expulser rapidement vers le Guatemala, le Honduras ou le Salvador.

On les appelle “les Africains”, comme s’ils venaient tous du même pays. Ils sont une sorte d’anomalie ici. Personne ne sait quoi en faire et, eux, ne savent pas ce qu’ils font ici.

Jean-Pierre est assis à l'ombre d’un des arbres rabougris qui tentent d’humaniser l’extérieur du Siglo XXI. Ici, personne ne fait confiance à personne. Après avoir parcouru des milliers de kilomètres et risqué leur vie dans une dizaine de pays, ils sont coincés à Tapachula, une ville de près de 350.000 habitants, dont ils ne connaissaient même pas l’existence avant qu’elle ne devienne pour eux une prison à ciel ouvert.

Tapachula porte la marque de l’immigration. La ville est entourée de postes de contrôle. C’est le premier “filtre” pour ceux qui sont de passage. A l’intérieur, se trouve Siglo XXI, le lieu où l’on retient et expulse les étrangers ; la capitale mexicaine du rapatriement.

C'est ici, sur sa place centrale, au milieu d'un énorme orage, que la caravane de migrants, qui a été le symbole de l'exode centraméricain en octobre 2018, a passé sa première nuit. A quelques rues à l’ouest se trouvent les bureaux de la Commission Mexicaine d’Aide aux Réfugiés (Comar), un lieu toujours débordant de gens qui se promènent “avec une cible dans le dos” et qui essayent d’obtenir la protection de l'État. De l’autre côté, dans les rues bruyantes et étroites du centre, on trouve les endroits qui vous emmènent à des milliers de kilomètres.

Il y a le restaurant de "Mama Africa" un Guatémaltèque, qui comme les autres ‘Mama Africas’ décrites dans l’étude collaborative Migrants d’un autre monde*, est une référence grâce aux plats traditionnels du Continent Africain qui y sont servis et à son mur chargé des messages de voyageurs qui conseillent ceux qui arrivent. Il y a l’hôtel Palafox, une auberge bon marché où viennent tous les jours des migrants originaires

de l’Inde et du Bangladesh. Il y a une relation étrange entre les communautés. Chacune a sa propre route. Ils ont traversé le Darien ensemble, mais une fois arrivés, ils se retrouvent avec leurs compatriotes.

N’ayant pas d’argent pour se payer un hôtel, Jean-Pierre a été un des premiers à monter une tente. Après avoir été renvoyé de Siglo XXI, il a bien essayé de louer une chambre, mais le peu qui lui restait partait trop vite. Il avait déjà dépensé plus de 5.000 dollars et il lui restaient encore plus de 2.000 kilomètres à parcourir jusqu’à la frontière. Aussi, il a décidé de camper.

Le centre de rétention est dans une zone déserte. Aux alentours, il n’y a que deux épiceries installées dans de rustiques cabanons en bois où l’on ne peut trouver que ce qui n’est pas bon pour la santé. On peut aussi acheter du poulet, du riz et des plantains frits, cuisinés pour le cas où certains seraient invités par un compagnon de voyage qui aurait reçu un mandat. En quelques jours, devant le centre de rétention une petite et précaire “Babel” a vu le jour. Il n’y a ni toilettes ni eau courante. Les migrants doivent donc faire leurs besoins dans les champs proches ou demander aux habitants des environs un accès à leur maison. Pour leur toilette, ils doivent se laver dans un ruisseau à près d’un kilomètre. Il n’y a pas de service de ramassage des poubelles ; les ordures s’entassent et s’étalent un peu partout.

Il n’y a personne, absolument personne, sauf de temps à autre un policier, un agent de l’immigration ou un des bus faisant des allers-retours pour transporter des futurs-nouveaux-déportés.

Ce n’est pas le cas de Jean-Pierre et de sa famille. A la différence des centraméricains, qui fuient la peur au ventre dès qu’ils repèrent un agent du INM, ils se sont rendus volontairement. C’était la seule façon d’avoir le document nécessaire pour continuer leur séjour. D’autres l’avaient fait avant eux. Ils ne devaient pas avoir de problème. Mais le Mexique a changé les règles et ils étaient pris au piège.

Jusqu'en juillet 2019, la traversée du Mexique était possible en raison d’un vide juridique. Les migrants arrivaient au sud par le fleuve Suchiate en provenance du Guatemala, un lieu de transit, habituellement sans contrôle douanier, ni du côté guatémaltèque à Tecún Umán, ni du côté mexicain à Ciudad Hidalgo. Du sud au nord, passaient les migrants sans papiers ; du nord au sud, les produits ne payaient pas de taxes.

Entre Ciudad Hidalgo et Tapachula, dans le Chiapas, il y a 42 kilomètres, où les Autorités politiques ont placé un ou deux postes de contrôle. Habituellement, les migrants sous le coup d’une expulsion et qui ne voyagent pas sous la protection d'un groupe criminel, prennent des combis (petits bus) et descendent 500 mètres avant le point de contrôle. Ils le contournent à travers les champs voisins et retournent sur la route, pour prendre un autre bus et font la même chose à chaque point de contrôle. A ce moment-là, ils sont vulnérables. C’est sur ces trajets à pied qu’ils sont agressés, violés, kidnappés, dépouillés de tout leur argent.

Lorsque Jean-Pierre Ilunga a traversé le fleuve, il n'a eu qu'à chercher des policiers pour l'emmener au poste d’immigration. D'autres témoignages font état d'un réseau de fonctionnaires corrompus qui réclament 100 dollars à chaque migrant. S’ils ne payent pas, ils ne les emmènent pas au poste. Et s’ils ne sont pas enfermé au poste, il ne peuvent pas accéder au document qui permet de transiter par le pays.

Passer par Siglo XXI n’était qu’une formalité. Une fois libéré, le migrant recevait un document appelé "Oficio de Salida". Ce document proposait deux options : se rendre dans les bureaux de l'INM pour être régularisé ou quitter le pays dans un délai de 20 jours. Ce temps était suffisant pour traverser le Mexique et se rendre à la frontière des États-Unis en utilisant le document comme un permis de circulation. C'est pourquoi il était appelé "laisser-passer", bien qu'en réalité, le Gouvernement n'ait jamais donné d'autorisation et que cette formule n'existe pas dans la loi.

Le Gouvernement ayant appliqué la règle d’une façon plus stricte, c’est devenu un problème pour Jean-Pierre et les centaines de personnes qui sont arrivées après lui. Les citoyens des pays africains ont, eux aussi, été touchés par le virage à 180 degrés du président Andres Manuel Lopez Obrador, qui est arrivé au pouvoir en promettant des politiques "humaines" pour ceux qui essayaient de traverser le Mexique et se rendre aux États-Unis. Il a fini par s'incliner devant les politiques anti-immigration de son homologue Donald Trump.

Le 7 juin 2019, suite aux différentes menaces lancées par les Etats-Unis, le Ministre des Affaires Etrangères Marcelo Ebrard s'est rendu à Washington pour négocier avec l'Administration américaine. Il a signé un accord par lequel il s’engageait à réduire le flux migratoire en échange de la non imposition par les États-Unis de droits de douane sur les exportations mexicaines. Le Mexique a alors déployé un contingent composé des milliers de policiers de la Garde nationale à la frontière sud et a accepté que les demandeurs d'asile aux États-Unis restent au Mexique tant qu’ils n'auraient pas de rendez-vous avec un juge américain. Cela ne devait pas concerner les migrants transcontinentaux, mais cela les a, en fait, affectés.

Le 10 juillet 2019, une circulaire signée par Ana Laura Matinez de Lara, qui était à l’époque la directrice générale de Control et Verificacion Migratoria (l'unité de contrôle et vérification migratoire mexicaine), a modifié les règles du jeu. Cette circulaire a donné aux bureaux de la INM des instructions pour la gestion des sorties des centres d’accueil des migrants.

Elle rappelle que les "oficios de salida" ne donnent pas le droit de rester. "Avec ce document les personnes d’origine étrangère ne peuvent pas circuler librement sur le territoire national". Selon cette circulaire, toute personne sortant d’un centre migratoire devra régulariser sa situation ou quitter le territoire. Néanmoins, elle précise que cette sortie doit s’effectuer à " l’endroit réservé au transit des personnes à la frontière sud la plus proche de celui où le document a été établi".

En annexe de cette circulaire était joint un modèle de l’"oficio de salida" précisant les modifications.

Par cette décision, le INM condamnait les personnes telles que Jean-Pierre, qui avaient fait des milliers de kilomètres, à retourner au Guatemala. Qu’allait faire un commerçant du Kassai, sa femme et son enfant, qui parlaient ni l’un ni l’autre espagnol, dans un pays comme le Guatemala, où six citoyens sur dix vivent sous le seuil de pauvreté ?

La circulaire indique que la modification se trouve dans la section IX de l'article 240 du règlement de la loi mexicaine sur les migrations.

Mais il y a une différence entre cet article et ce qui est repris dans la circulaire, ce qui pose problème.

La loi dit : "Au cas où la personne d’origine étrangère n’a pas les documents demandés dans la période requise, elle devra abandonner le territoire dans le temps stipulé". Nulle part il est indiqué où, spécifiquement, les personnes concernées doivent quitter le territoire. Il est simplement dit, qu’ils ont vingt jours pour régulariser leur situation ou quitter le pays. C’est exactement ce qu’ils veulent, quitter le Mexique par la frontière nord. Le compromis signé par Lopez Obrador avec Trump visait à les en empêcher.

Jean-Pierre est sorti du centre migratoire avec un document, pensant qu’il avait la voie libre pour continuer vers les États-Unis. Le lendemain, dès qu’il a mis le pied dehors, on lui a annoncé la mauvaise nouvelle. Certains avaient déjà essayé de sortir depuis la parution de la circulaire de Martinez de Lara et ils avaient appris que le document "n’était pas bon". Ils avaient essayé de quitter Tapachulas et ils avaient été arrêtés au premier poste de contrôle, obligés de faire demi-tour. Soudain, le ciel leur est tombé sur la tête ! A chaque étape du chemin, ils avaient appris quelle était la prochaine marche à suivre. Maintenant à 2.000 kilomètres de la frontière ils ne savaient plus quoi faire.

Leur première réaction a été l’incrédulité. Ils ont commencé par protester, se sont plaint d’avoir été forcés de signer des documents non traduits dans leur langue. Ils étaient outrés d’apprendre que, dans ce document, ils étaient considérés comme des apatrides. Ils n’étaient plus des Congolais, des Camerounais ou des Ethiopiens. Ils étaient devenus des apatrides, malgré leur passeports.

Ni Jean-Pierre, ni Angelina, ni les autres avaient compris qu’être considérés comme apatrides était plutôt une bonne chose pour eux. Cela voulait dire qu’il n’y avait pas de pays où les renvoyer. A ce moment-là, ils avaient le sentiment d’avoir été dupés et, le fait de ne plus avoir de nationalité, était un affront de plus de la part des Autorités mexicaines. Cela faisait beaucoup. Ces jours-là, sous une chaleur étouffante suivie de pluies torrentielles l'après-midi, ont débuté les récits de traitements humiliants à l'intérieur du Siglo XXI et les témoignages de vols perpétrés par des agents municipaux dans les environs du centre de rétention.

L'un des premiers mots en espagnol que chaque migrant apprend à Tapachula est "fila" (faire la queue). C'est une routine fastidieuse. Faire la queue pour entrer dans Siglo XXI. Faire la queue pour recevoir de la nourriture, pour demander un document. La patience de ces hommes et de ces femmes épuisés s'amenuisait. Ils avaient l'impression qu’on se jouait de leur dignité. Et c'était la dernière chose qu’ils pouvaient accepter.

C'est pourquoi la deuxième réaction a été la colère. Le 26 août, alors que le camp n'en était qu'à ses débuts, des dizaines de migrants africains ont bloqué l'accès à Siglo XXI. Ils ont crié "mafia" aux fonctionnaires et ont dénoncé les escroqueries. En outre, des plaintes ont été déposées concernant le traitement dégradant et raciste de la part de fonctionnaires. Ce jour-là, des migrants ont été battus à l'extérieur du centre de rétention.

L'image d'un policier imitant les gestes d'un singe, pendant que des dizaines de noirs criaient "non violence" avant d'être battus, représente le choc de deux mondes et une logique très perverse. Des policiers mexicains touchant de très bas salaires, recevant éventuellement des mandats provenant de leurs proches aux Etats-Unis, étaient en première ligne au service de Washington, pour empêcher des familles fuyant la guerre et les tueries d'atteindre ses frontières.

Ni les tentatives de dialogue ni les protestations ont eu un effet. Le Gouvernement avait changé la règle et il n'y avait même pas de loi sur laquelle s’appuyer. Ainsi, pendant des mois, Jean-Pierre a langui, dormant dans une tente, sans argent, sans espoir, terrifié à l'idée que ce campement temporaire devienne permanent. Il y a eu des jours où il ne pouvait même pas acheter des couches. Il ne pouvait pas travailler.

Qui engagerait un homme à qui il ne pourrait même pas donner d’ordres parce qu'il ne parle pas la langue ? Certains, une minorité, ont obtenu un emploi dans la construction, même s’ils étaient en situation irrégulière. Il y en a toujours qui profitent de la misère des autres : plusieurs Camerounais ont raconté qu'après avoir travaillé quinze jours, le patron leur a dit qu'il avait besoin de leurs papiers pour les payer. Il ne leur a donc jamais donné un peso.

En septembre, le temps s’est arrêté dans un camp qui était à la fois sûr et menaçant. Les réfugiés du monde entier le savent, ce qui était temporaire peut devenir permanent. Plus encore, les tentes de fortune ont fini par donner naissance à des villes “en dur” et permanentes dont le monde entier pensent qu'elles étaient toujours là.

"Je ne sais pas ce qu'ils vont faire de nous. Que veut le président ? Pourquoi ne nous laissent-ils pas partir ?", s'est plaint amèrement Jean-Pierre lors de notre interview sur WhatsApp.

La place avait été conquise. Le camp des Africains devant Siglo XXI a commencé à faire partie du paysage . Les téléphones portables étaient rechargés dans les petits magasins situés dans les cabanes voisines. Il y avait des matchs de football à la tombée de la nuit et des prières du petit groupe de musulmans du Mozambique. Il y avait aussi des images déchirantes d'enfants, comme Philippe, un an, brûlé sous une toile alors qu'il faisait une sieste à 40 degrés à l'ombre.

Les Autorités ont installé un bac d'eau potable et des groupes religieux ont apporté de la nourriture de temps en temps. Mais la situation devenait de plus en plus difficile et des familles en venaient presque aux mains pour un misérable carton de lait. Ils avaient dépensé des milliers de dollars pour ce voyage et se sont retrouvés piégés, sans ressources, sans rien comprendre. L'État n'avait qu'une seule préoccupation : qu'ils n’arrivent pas dans le nord. Qu'ils soient affamés ou malades, qu’ils dorment dans la rue ou qu'ils s'entretuent pour un carton de lait, c’était sans importance pour les fonctionnaires mexicains.

Ils ont commencé à s'impatienter. A partir de là, plusieurs solutions ont émergé grâce aux passeurs appelés “coyotes”. La route maritime, qui relie les plages du Chiapas à Oaxaca ou au Guerrero était la plus dangereuse. Le 11 octobre 2019, quatre Camerounais sont morts sur une plage d'Oaxaca. En essayant d'éviter les points de contrôle, le bateau a coulé au large de la côte. Un jour plus tard, alors que la nouvelle arrivait tout juste au camp, des centaines d'Africains formaient une caravane, imitant ainsi l’exode de fin 2018, et tentaient de se rendre à Tijuana, en traversant tout le Mexique. Ils n'ont pas réussi, des dizaines de gardes nationaux ayant été déployés le long de la route. Après plus de 20 kilomètres de marche, parfois sous une terrible tempête, les migrants se sont rendus. Ceux qui ont tenté d'éviter le poste de contrôle ont été traqués dans les champs voisins.

Le Mexique n'était pas disposé à faire preuve de clémence envers eux.

Mais il ne pouvait pas, non plus, les laisser pris au piège toute leur vie.

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Campamento en las instalaciones de la Estación Migratoria Siglo XXI del INM en Tapachula, Chiapas, México. Fotografía: Mónica González

Le camp est en mouvement

"Afin de respecter l’accord signé avec les Etats-Unis en ne laissant pas les migrants arriver au nord, le Mexique a créé un problème dans le sud", explique Salva Cruz, directeur juridique de Fray Matías de Córdova, une organisation de défense des droits de l'homme basée à Tapachula. "La situation a été inacceptable pendant de nombreux mois".

Au début du mois de novembre, une foule de plus en plus dense s’est rassemblée en face du Siglo XXI. Ceux qui étaient là depuis plusieurs mois, comme Jean-Pierre et sa femme, ou Angelina et ses enfants, ont été rejoints par de nouveaux arrivants. Ces personnes, qui avaient commencé leur périple au milieu de l'année 2019, ne savaient toujours pas que Tapachula était le terminus. Gedeao Makambo, un Angolais de 32 ans, est l'un des nouveaux venus.

Gedeao est un homme petit et réservé. Il a quitté l'Angola pour des raisons qui lui sont personnelles et a passé six ans au Brésil avant de refaire ses valises. Il a gagné sa vie comme électricien et musicien à Sao Paulo, mais la violence a commencé à lui peser. Il est donc parti avec sa femme et ses quatre enfants.

Jusqu'à ce que le Darien lui enlève sa petite fille. Pour preuve, il me montre son passeport.

"C'est compliqué. Quand je suis arrivé dans la jungle, j'avais tous mes enfants. Des bandits m'ont volé à deux reprises : la première fois, ils ont pris mon argent et la deuxième fois, ils ont pris toute la nourriture que j'avais pour les enfants, des vêtements, des documents", dit-il.

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Gedeao Makambo y su familia esperan sus documentos para salir de Tapachula, Chiapas, México. Fotografía: Mónica González

Revivre l'horreur n'est pas facile. Et encore moins de se souvenir du moment où vous n'avez pas pu sauver votre fille. Gedeao est un homme très religieux, mais il faut être très croyant pour surmonter une épreuve aussi dure.

"Nous traversions l'eau. Il y avait un fort courant et nous sommes tombés dans l'eau. Il y avait des rochers et un tourbillon. J'ai pu me sauver et sauver mon autre enfant qui était avec nous, mais pas ma fille", dit-il.

L'homme est troublé en racontant sa tragédie. Il n'est pas bien dans sa peau et, de temps en temps, il pose une question qui va à l’essence même de la relation entre journaliste et protagoniste de l’histoire : "Qu'est-ce que ça m’apporte ?"

La situation dans le camp était déjà intenable. Les médias ont alors débarqué et le Mexique a eu de plus en plus de mal à justifier cette rétention de centaines de migrants et demandeurs d'asile avec des histoires atroces à raconter, piégés dans le sud, sans autre choix que de faire demi-tour et retourner d'où ils venaient . Il semblait évident qu'ils n'allaient pas être expulsés.

La Secretaria de Relaciones Exteriores (Ministère des Affaires Étrangères) a tenté de négocier avec les pays africains, comme il l'avait fait avec l'Inde où 311 personnes ont été renvoyées. Ils pouvaient demander l'asile, mais ne l’envisageaient pas car ils craignaient que, le faire au Mexique, signifierait perdre la possibilité de solliciter la protection des États-Unis ou du Canada. Malgré cela, 1.317 Africains, pour la plupart originaires du Cameroun (514), de la République démocratique du Congo (221) et de l'Angola (184), ont entamé des démarches auprès de la Comar, ce qui est peu comparativement aux plus de 70.000 personnes qui ont cherché refuge au Mexique en 2019.

Au même moment, un avocat mexicain, Luis Villagrán, a déposé un recours pour la régularisation de plus de 800 Africains. La documentation issue de ce procès, témoigne de leur présence dans ce camp à un moment précis, les vivants comme les morts. En réalité, il y en a eu beaucoup plus que ceux dont l'avocat a eu connaissance.

L'argument de Villagrán était que les migrants, ayant été déclarés "apatrides", devaient bénéficier d’une sorte de “séjour légal”. Un juge a rejeté sa demande. Cependant, à la fin du mois de novembre, le gouvernement mexicain a commencé à régulariser tout le monde. Il leur a accordé des cartes de séjour. "Ils m’ont donné raison dans les faits, même si cela a été refusé par les tribunaux", dit Villagran.

Personne n'explique ce qui s'est passé, si bien qu'à la fin du mois d'octobre 2019, le gouvernement mexicain a décidé de modifier sa politique à l'égard des migrants bloqués à Tapachula. Ce sont peut-être les pressions internationales qui ont été mises en avant après la mort des Camerounais qui ont tenté de fuir et qui ont fait naufrage. Peut-être les diplomates ont-ils réalisé qu'ils ne pouvaient pas conclure d'accords avec les pays africains pour renvoyer tout le monde dans le camp.

Après trois mois d'ignorance, ils ont délivré les premières cartes de résident permanent. Comme ils n'avaient pas de pays, le Mexique leur a proposé de vivre dans le leur.

Aucun d'entre eux ne voulait rester.

La réaction a été instantanée. Dès qu'un migrant avait sa carte, il achetait un billet pour le nord. Ciudad Acuña, au Coahuila, est alors devenu la capitale du transit africain vers les États-Unis.

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Migrantes de Angola y Congo, abordan el autobús con destino a Ciudad Acuña, México. Fotografía: Mónica González

Le saut vers les États-Unis

Le samedi 1er décembre, des tueurs à gages à bord de fourgons chargés d'armes lourdes, ont attaqué la municipalité de Villa Union au Coahuila, à 70 kilomètres de la frontière américaine. Au total, 23 personnes sont mortes au cours des tirs qui ont duré des heures et de la poursuite ultérieure par des éléments de l'armée. L'année 2019 a été l'année la plus violente jamais enregistrée au Mexique : plus de 35.000 personnes ont été tuées.

Le jour même où les affrontements ont eu lieu à Villa Union, Josep Pele Mesa, journaliste et homme d'affaires, se trouvait dans un bus en direction de Ciudad Acuña, également au Coahuila. Il passera à 20 kilomètres seulement du site de l'attaque, une zone assiégée par des postes de contrôle militaires. Mais il n'a pas eu conscience de tout ce qui se passait. Il n’a même pas réagi quand il a vu sur son téléphone portable les images de la ville criblée de balles.

Josep est un homme aux multiples facettes. Il a 61 ans, une mâchoire proéminente et c’est un homme très enjoué Il a été l'une des premières personnes que le Mexique a abandonnée à Tapachula en juillet dernier. Il était arrivé du Brésil, où il a vécu pendant six ans. Auparavant, Il avait été journaliste au Congo, persécuté politiquement et emprisonné. Il s'est ensuite exilé en Angola, où il a monté une entreprise dans le domaine social. De nouveau persécuté, il s'enfuit au Brésil. L'augmentation de la criminalité et l'arrivée au pouvoir de Jair Bolsonaro, qui a conduit à une plus grande instabilité, l’ont condamné à partir.

Tout cela est maintenant derrière lui. Pendant deux jours, il n’aura plus qu'à s'asseoir dans le bus et à trouver le sommeil. Il lui faudra 48 heures de route pour se rendre au prochain point décisif : la frontière avec les États-Unis.

"Nous sommes venus ici parce que de nombreux frères nous ont précédés. Je n’étais pas sûr de ce que j’allais faire", dit-il. Il ignorait comment il allait se rendre aux États-Unis. Quand il arrivera et verra le Rio Bravo, il y verra plus clair. Il savait maintenant qu'il n'avait que deux options : suivre les règles et demander l'asile par la voie réglementaire ou se jeter à l'eau et se rendre à la police des frontières. Il lui faudra deux jours pour se décider. Presque tout le monde fait de même.

"C'est une guerre et elle n'est pas encore terminée", dit Josep, qui a revêtu un costume militaire pour commencer le voyage.

Le vendredi 29 novembre 2019, à 16 heures, Josep et 60 autres migrants, pour la plupart originaires d'Angola et du Congo, montent dans un bus pour Ciudad Acuña. Deux heures plus tôt, deux autres bus étaient partis. Ils arriveront à destination en même temps car tous les deux se sont perdus en route. On sent que le véhicule que Josep et à sa famille ont choisi au hasard, a dû connaître des jours meilleurs. On a l’impression qu'il est à deux doigts de la casse : il n’a pas de climatisation et, de temps en temps, le conducteur doit réparer le moteur pour le faire redémarrer. Le pire qui puisse arriver est qu'il rende l’âme au cours des 700 derniers kilomètres à travers le désert.

Pour 1.300 pesos (environ 50 dollars) le billet, les migrants ne peuvent pas s’attendre à avoir une place “Première Classe”. En outre, ils y sont habitués. Ils ont voyagé dans des taxis, des camions, des bus, des fourgonnettes, des bateaux, des camionnettes et à pied. Quelle importance que des dizaines d'êtres humains transpirent en même temps dans un lieu où circule peu d’oxygène entre les sièges, créant ainsi une atmosphère irrespirable, et où se mélange l'odeur de poulet et de chips ? Depuis des mois, l'unique objectif est de se rendre aux États-Unis, et ce bus décrépit va les conduire jusqu'à la frontière.

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Migrantes en el autobús con destino a Ciudad Acuña, México. Fotografía: Mónica González

Les cars sont pris à côté de l’Oxxo (Oxxo est une chaîne de supérettes) la plus proche du Siglo XXI, à Tapachula. Il ne s'agit pas de lignes régulières, mais de lignes mises en place par les compagnies de transport en fonction de la demande. Ce sont des entreprises qui louent des véhicules et engagent le personnel à un prix forfaitaire comprenant le coût de l'essence et de la nourriture. C'est pourquoi les conducteurs préfèrent économiser quelques pesos en traversant des zones à fort risque d'enlèvement afin de diminuer le temps et les distances.

Depuis que le Mexique a commencé à délivrer des cartes de séjour, la ligne vers Ciudad Acuña est la plus fréquentée. Il existe aussi des lignes à destination de Tijuana, en Baja California et de Nuevo Laredo au Tamaulipas. Tous les voyages sont à sens unique.

Le Mexique est le dernier pays avant d'atteindre les États-Unis, mais il est dangereux. Le crime organisé est présent dans la plupart des territoires que le bus traversera. Des groupes armés contrôlent les routes vers les États-Unis. La traversée de San Pedro Sula au Honduras vers le nord peut coûter jusqu'à 12.000 dollars. La majeure partie de cet argent servira à payer les pots-de-vin versés aux agents de l'immigration et à la police tout au long du parcours. Ceux qui n'ont pas d'argent, risquent leur vie dans “La Bestia” ou en effectuant de longs trajets à pied, échappant aux points de contrôle de l'INM.

Dans le bus de Josep, chacun a sa carte de séjour et peut donc voyager sans se cacher. C'est sans aucun doute un avantage.

En fait, tous ne sont pas dans la légalité. Les deux seuls Honduriens qui se rendent dans le nord n'ont pas de papiers en règle. L'un d'eux se fait passer pour son frère. L'aîné, le seul qui s’exprime parce qu'il connaît le chemin, est pressé d’arriver pour la naissance de son enfant et pour rencontrer le juge qui statuera sur sa demande d'asile. C’est un musicien évangélique de San Pedro Sula qui a fui lorsque son père a été tué. Il n’y parviendra pas, ni pour la naissance, ni pour l’entretien avec le juge. Depuis, il vit à Reynosa dans le Tamaulipas.

Au cours de ce voyage de 48 heures, les migrants rencontreront 11 barrages routiers ; onze postes de police et à chaque fois la même routine : documents, photocopies des papiers, et rebelote. Les Honduriens arriveront à les passer tous, mais pas deux Camerounais qui avaient misé sur des faux permis achetés à Tapachula. Au troisième point de contrôle, ils ont été arrêtés. Comme ils ne peuvent pas être expulsés, leur sort sera le même que celui de ceux prisonniers au Siglo XXI, jusqu'à ce que les Autorités décident de les libérer. Puis, ils vont à nouveau tenter leur chance. C'est un cercle vicieux, duquel ils ne peuvent sortir que par une tentative réussie.

Pouvant passer les contrôles d'immigration légalement, ce qui est un avantage, ils doivent encore effectuer une marche éreintante à travers l'immensité du Mexique. Ils doivent encore parcourir le Oaxaca et le Chiapas, des États pauvres qui font barrage à la progression des étrangers, le Veracruz, une terre où le crime organisé est très présent et où les enlèvements de migrants sont monnaie courante, les montagnes de Puebla, la mégalopole de Mexico et Monterrey aux portes du désert.

Le Mexique lui-même est comme un continent, mais personne dans ce bus ne songe à le découvrir. Il y a trop de ressentiment et de colère envers le traitement subi et trop de hâte à le laisser derrière soi. Le Mexique est, pour les occupants de ce bus, un pays aux règles arbitraires, dont certains habitants les exploitent et d'autres les considèrent comme des êtres inférieurs. Pour ces hommes et ces femmes, qui sont partis de si loin, la seule chose à faire est de le laisser le Mexique. Leur objectif sera presque atteint lorsqu’ils arriveront à Ciudad Acuña.

Pourquoi Ciudad Acuña ? Personne ne donne d'explication convaincante. Josep ne le sait pas, pas plus qu'Angelina ou Jean-Pierre, pourtant, ils sont tous traversé la frontière ici. Ils savent seulement que “quelqu'un leur a dit”. C'est suffisant.

Les itinéraires sont déterminés en imitant les autres.

Ciudad Acuña est une ville banale d'à peine 150.000 habitants, qui fait face au nord. Contrairement à Tijuana et San Diego, ou Laredo et Nuevo Laredo, elle n’a pas de jumelle de l'autre côté du Rio Bravo. Il faut parcourir dix kilomètres pour atteindre les premières maisons de Del Río, la ville la plus proche de l’autre côté.

Les gens viennent ici par intérêt : du nord, pour bénéficier de prix plus bas dans les pharmacies, chez les dentistes et les opticiens, du sud, pour traverser le Rio Bravo et tenter sa chance aux États-Unis.

Elle a également ses propres avantages pour les migrants.

Elle est beaucoup moins saturée que d'autres postes frontières comme Tijuana, Nuevo Laredo ou Piedras Negras. C'est un lieu où on ne reste pas : on arrive, on dort et on part. Pas besoin de rester quelques mois à travailler dans la maquila, des usines qui peuplent le nord du Mexique, afin de gagner un peu d’argent pour s’acheter un passeur. Il y a à peine quelques gîtes, deux hôtels peuplés uniquement de migrants et quelques refuges, présentés comme des structures caritatives, mais dont les propriétaires demandent une rémunération pour y passer la nuit.

Dans cette ville, la présence du crime organisé est moins importante. Cela offre plus de sécurité. Cependant, il faut reconnaître que les migrants des pays africains ne sont généralement pas victimes des cartels. Le contact avec leurs familles est plus difficile, c'est pourquoi les voleurs préfèrent se diriger vers d'autres communautés, comme les Cubains , qu'ils associent aux “dollars de Miami”.

Ce n'est pas une étape que l'on franchit illégalement avec un passeur. Les gens ne viennent pas ici pour se cacher dans le désert et devenir des illégaux de l'autre côté. Ici, Ils viennent se rendre de leur plein gré.

Angelina l'a fait avec ses enfants. Jean-Pierre l'a fait avec sa famille. Josep et sa famille le feront.

Il suffit de traverser le fleuve sur une centaine de mètres pour atteindre l'Amérique. Il y a des endroits, comme le parc, où l'eau atteint à peine le genou. On a juste besoin de savoir où traverser. De là, on peut voir le pont international et les bateaux de surveillance qui passent de temps en temps. Mais ils ne sont pas omniprésents.

En outre, tout le monde sait comment ça se passe de ce côté-ci du fleuve.

Au moment où le migrant approche, une caméra avertit les Autorités qu'un étranger est entré sur le territoire des Etats-Unis. Ainsi, dès qu’il met les pieds sur le territoire, un “comité d'accueil” est prêt à le prendre en charge. 

Josep a envisagé la possibilité de demander l'asile par les voies ordinaires, mais a abandonné l’idée lorsqu'il s'est heurté à la réalité. Il existe une liste, gérée par la Protection Civile. Début décembre 2019, il y avait environ 60 familles avant Josep. Cela signifiait qu'il fallait attendre environ six mois. Après s’être morfondu pendant cinq mois à Tapachula, la perspective de perdre encore une demi-année à l’autre bout du Mexique lui a suffi à prendre sa décision. Moins d'un jour après avoir été informé de la procédure, il a fait le saut.

Le 3 décembre 2019, le téléphone portable de Josep Pelé a cessé de sonner. La veille, il avait fait ses adieux en disant qu'il avait évalué toutes les options. Mais il y avait quelque chose dans son discours qui indiquait qu'il ne disait pas toute la vérité.

La dernière fois qu'il a regardé whatsapp, c'était le matin, à six heures et quelques minutes.

C'est à ce moment que sa famille a décidé de traverser. Un jour plus tard, nous avons reçu un appel de ce numéro de téléphone : il s'agissait des trois militaires chargés de garder la frontière. C'était une petite unité composée de trois hommes affectée à la surveillance le long du rivage, se protégeant du froid grâce à des feux de camp. Ils voulaient savoir qui avait aidé les migrants et comptaient sur le téléphone que l'un d'eux avait trouvé comme un indice.

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Quelques jours plus tard, nous recevions un deuxième appel du Texas.

Il s'agissait de Josep, qui venait d'être libéré du centre de rétention.

Après tant de mois, il avait réussi.

Il était aux États-Unis.

*Ce reportage fait partie d’une collaboration transnationale réalisé par Migrants d’un Autre Monde, une recherche journalistique du Centre Latino-américain des Recherches Journalistiques (CLIP), Occrp, Animal Político (Mexique) et les médias régionales Mexicaines Chiapas Paralelo y Voz Alterna, pour En el camino du réseau Periodistas de a Pie; Univisión digital (Etats-Unis), Revista Factum (El Salvador); La Voz de Guanacaste (Costa Rica); Profissão Réporter de TV Globo(Brésil); La Prensa (Panamá); Revista Semana (Colombia); El Universo (Equateur); Efecto Cocuyo (Venezuela); y Anfibia/Cosecha Roja (Argentine) en Amérique Latine. Ont aussi collaboré à ces recherches : The Confluence Media (India), Record Nepal (Nepal), The Museba Project(Cameroun) y Bellingcat (Royaume-Uni). Ce travail a pu compter sur le soutien de la Fundación Avina et la Seattle International Foundation